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La mirada densa

José Luis Pardo

El nombre de Roland Barthes quedará inevitablemente asociado a un fenómeno que ha caracterizado poderosamente a la cultura de las sociedades posmodernas y que aún domina nuestro presente. Este fenómeno podría denominarse semiotización de la cultura si fuera posible que, bajo este término en apariencia técnico, no entendiéramos únicamente la fundación de una disciplina -la Semiótica- poco conocida y con fama de ser terriblemente pesada y científicamente mal definida, de la cual todo el mundo parece haberse olvidado. Al margen o además de todo eso, la semiotización es un movimiento propio del espíritu de esta época, el movimiento en virtud del cual las sociedades toman conciencia del carácter de signo de sí mismos que revisten todos los objetos que nos rodean (incluyendo aquellos que "llevamos puestos"). Quienes han estudiado el irresistible ascenso de la técnica en la historia moderna nos han enseñado que los artefactos que definen nuestro medio ambiente artificial, a fuer de útiles, se vuelven invisibles o imperceptibles: uno no ve las tijeras con las que corta el papel ni repara en el tenedor con el que pincha la carne, precisamente en la medida en que esos objetos son solamente medios al servicio de un fin que es lo único que realmente vemos cuando actuamos. Acaso en directa relación con el hecho de que nuestras sociedades se convirtieron, justamente en los años de nacimiento de la Semiótica, en sociedades de consumo masivo, en las cuales prolifera una inmensa cantidad de artilugios de cuyo valor de uso empezamos seriamente a dudar, se produce el descubrimiento de que todo objeto, por muy útil que sea, comporta, además de su estricta materialidad o de la funcionalidad con la que justifica su ingreso en sociedad, la condición de significante de un mensaje que circula eficazmente aunque sus mismos usuarios no tengan conciencia de él. El tenedor no es solamente un instrumento, sino el signo de una determinada manera de comer, así como una iglesia es algo más que un edificio, es el símbolo de un peculiar modo de rezar. Lo que podríamos llamar "la mirada semiótica" es esa perspectiva merced a la cual el mundo oscurecido y desdeñado de los "objetos útiles" se puebla de una extraña densidad que los torna de pronto ostensivamente visibles, magníficamente exhibidos a una conciencia que nada sabía hasta entonces de su secreto brillo.

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Todo entre nuestras manos, sobre nuestros cuerpos y alrededor de ellos, adquiere de pronto la condición cultural de transmisor de un mensaje que sólo deja en nuestra sensibilidad afectos de atracción o repulsión, pero cuyo significado se nos escapa porque no recordamos haber elaborado nunca el código con cuya clave significan, ni nos sentimos autores de los contenidos que vehiculan. De pronto, todo significa, aunque no sepamos exactamente qué (y ahí es donde comienza propiamente la labor del "semiólogo profesional"). La capacidad magistral para ejercer esa mirada densa, que sin duda distingue a Barthes de todos sus contemporáneos, le permitió en su momento hacerse cargo, como crítico, del fenómeno literario de la nueva novela francesa: esa atmósfera de objetualidad anónima en la cual las cosas se dan recados entre sí, como en un susurro, al margen de los sujetos que son sus portadores, sus usuarios o sus dueños, por ser estrictamente solidaria de la semiotización que define la cultura tardocapitalista, sólo podía ser adecuadamente apreciada por una retina entrenada en esa nueva visión. Por este motivo, además de ser uno de los héroes fundadores de un nuevo territorio teórico, y animador de una corriente de crítica cultural y literaria que -a través, entre otras, de la revista Tel Quel- hibridó el marxismo con el estructuralismo, y además de inspirar la renovación de la vieja Retórica, Barthes es un cronista excepcional de su tiempo, un observador a la vez implicado y distanciado de ese nuevo espesor cultural que duplica los hechos y los conflictos sociales con un suplemento simbólico del cual, para bien o para mal, ya no podemos prescindir si queremos entenderlos y, por tanto, entendernos a nosotros mismos y a los demás.

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