El Pompidou reconstruye la original peripecia intelectual de Roland Barthes
Una exposición recorre los variados caminos que transitó el filósofo y semiólogo francés
Mientras el "todo París" intelectual se inquieta por saber si su nombre figura o no en la lista de los nouveaux reac (nuevos reaccionarios) establecida por Daniel Lindenberg, el Centro Pompidou ofrece una exposición extraordinaria, a la altura del personaje homenajeado -Roland Barthes (1915-1980) -, inventiva y rigurosa, atravesada por un sentido del humor frío y una extraña nostalgia. Concebida por Marine Alphant y Nathalie Léger, la muestra reconstruye el mundo de Barthes a través de elementos muy variados, ya sean revistas, obras de arte o un automóvil.
Barthes es una de las grandes figuras del pensamiento francés de la segunda mitad del siglo XX. Crítico literario de gran calidad -sus comentarios sobre Proust, Sade, Racine o Balzac son referencias absolutas-, fue también un renovador de la semiología, un entusiasta de la historia según Michelet, un experto en teatro y en las técnicas de Brecht, un excelente analista de la fotografía, artífice de revistas, profesor, cronista de la transformación del mundo y viajero sensible. Además -y eso nos lo confirma esta exposición-, era un excelente pintor que sólo llenaba de colores los papeles para ofrecérselos a sus amigos -dejó de pintar cuando murió su madre- y un coleccionista de gusto exigente y seguro.
La exposición ha sido concebida por Marine Alphant y Nathalie Léger. Se abre con los ejemplares del diario Combat -el editorialista era Albert Camus-, donde aparece publicado un artículo -El grado cero de la escritura- que revolucionó los criterios entonces utilizados para hablar de literatura al establecer que "existe una realidad formal independiente de la lengua y del estilo", de manera que no puede hablarse de "literatura sin una moral del lenguaje".
Mitologías
Luego nos toparemos con una Citroën DS, que "es hoy el equivalente bastante aproximado de las grandes catedrales góticas: una gran creación de su época, apasionadamente concebida por artistas desconocidos y cuya imagen es consumida por todo un pueblo". Barthes escribe las Mitologías, y coches, juguetes, filmes, personajes, materias -el plástico, por ejemplo- y otros muchos aspectos de la actualidad son abordados por el escritor como un periodista de lujo que descubre en el catch "no tanto el placer por la pasión como el placer por la imagen de la pasión".
La aventura estructuralista ocupó una gran parte de la vida de Barthes, que supo verla desde el prisma del lenguaje -sus notas sobre Saussure, Jacobson, Benveniste o Hjelmslev son prodigiosas-, aplicarla a la moda al concebir ésta como un sistema -a Barthes le gustaba recordar a Coco Chanel, pocos días antes de uno de sus últimos desfiles, respondiendo que los trajes de su colección estaban "en piezas sueltas"- o como una peripecia de dandi del pensamiento: "Sueño con construir un sistema que, por el placer ascético, destruiré progresivamente". Esa capacidad para ensamblar "piezas sueltas" conceptuales, para hacer surgir el sentido del ensamblaje de fragmentos, tiene mucho que ver con la locura sistemática del hombre: en el Pompidou se nos muestran algunas de las 12.250 fichas -"cada idea, una ficha", decía- con las que trabajó, ya fuese para hablar de la torre Eiffel o del teatro japonés, de la publicidad de la margarina o de las películas de Antonioni, de si era marxista o del strip-tease.
Como es obvio, telas de Mondrian o de Arcimboldo figuran en la exposición, al lado de las de Cy Twombly o Louise Bourgeois, artistas sobre los que escribió y a los que admiraba. Y ahí, junto a los nombres consagrados, encontramos las acuarelas o gouaches del propio Barthes, elegantes juegos de combinatoria de colores, coherente expresión plástica de una manera de pensar. Y en ese sentido, la sala dedicada a su libro Sade, Fourier, Loyola es una prolongación de la obsesión ordenadora del autor, pues si no es ningún secreto que el marqués inventariaba todo lo relativo al sexo, el utopista hacía lo propio con las pasiones constructivas y san Ignacio no podía dejar de dar nombre a todo cuanto pudiera acontecer en el alma humana.
El visitante sale de la exposición maravillado ante el talento desplegado para hacer atractiva y visible la obra escrita de un filósofo, y emocionado ante el amor por el personaje que respira el conjunto. Y además se da cuenta de que Barthes hablaba de la "sociedad del espectáculo" 10 años antes de que lo hiciesen los situacionistas, que dudaba de la sinceridad marxista de la China de Mao antes de que se decidiera que lo único importante era que el gato cazase ratones, y que desconfiaba de la "Francia de los de abajo" de Robert Poujade 50 años antes de que Jean Pierre Raffarin resucitase el discurso populista. Desde entonces, Francia no ha vuelto a tener un mejor analista de la realidad.
Tuberculosis y cultura
La exposición R/B nos recuerda algo sabido y cien veces olvidado: el peso que tuvieron los sanatorios para tuberculosos en la formación cultural de las élites europeas. En este caso, la montaña mágica de Roland Barthes estuvo en dos sanatorios: en el francés de Saint-Hilaire-du-Touvet y en el suizo de Leysin, los dos en los Alpes. Entre 1942 y 1946, el escritor tuvo que permanecer en la alta montaña, respirando aire puro para cauterizar sus pulmones heridos. En ese lapso de tiempo, Barthes leyó todo Proust, anotó la historia de Michelet, dio conferencias sobre Baudelaire, Walt Withman, Michaux y Valéry ante un público literalmente enfebrecido y, sin duda, especialmente sensible, reorganizó la biblioteca del lugar y se inventó un sistema clasificatorio, descubrió admirado a Albert Camus y, gracias a un antiguo tipógrafo que había combatido con las Brigadas Internacionales en España, leyó también a Marx, Lenin, Trotski y Sartre. Toda esa actividad intelectual, todo ese baño inmediato y en profundidad en lo que de más vivo podía haber en la producción cultural del momento, es evocado a través de la biblioteca del propio Barthes, pero también gracias a volúmenes que proceden de la del sanatorio, instalados todos en muros circulares que protegen y crean otro espacio dedicado a la pasión oriental de Barthes, a su amor por el Japón, el "imperio de los signos", paraíso en el que el significante nunca es destruido por el significado. El sanatorio también contribuirá a la educación musical del joven Barthes, que tomará clases de canto, y permitirá, vía el citado tipógrafo, su introducción o reintroducción en el mundo real, el de la política y el pensamiento, pues el anciano trotskista le puso en contacto con un correligionario, el editor surrealista Maurice Nadeau, que le abrió las puertas de Combat, el periódico de la resistencia.
Babelia
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