28-O: renovación, sensibilidad, cambio
La singularidad de los acontecimientos históricos, nacida de la compleja constelación de precondiciones, contextos, azares, causas e interacciones que los producen, implica su irrepetibilidad; la victoria electoral conseguida hace 20 años por el PSOE ofrece esa característica cualificada por las excepcionales circunstancias que la prepararon y precipitaron. Y, sin embargo, la costumbre retórica de llamar a la historia maestra de la vida invita a buscar en la textura de cada suceso contenidos estables capaces de reaparecer en el futuro. Si las generaciones posteriores a la Revolución Francesa se mantuvieron a la espera de las nuevas materializaciones de la Convención, Thermidor o el 18 Brumario, resulta comprensible que los socialistas evoquen el 28-O -en términos mucho más modestos- a la vez como un glorioso momento de su pasado y como una esperanza cierta para el futuro.
La victoria del 28-O fue el fruto de un racimo de hilos causales sobre cuya importancia relativa discrepan las interpretaciones historiográficas. El listado de factores explicativos convergentes es muy amplio. La rectificación del PSOE en torno al marxismo a raíz de su 28º Congreso de 1979 había calmado los terrores nocturnos de las clases medias. Las pifias cometidas por el Gobierno de Suárez en materia autonómica incendiaron Andalucía en 1980. La opinión pública exigía firmeza para acabar con la escalada terrorista de ETA, que asesinó durante el trienio 1978-1980 a más de 200 víctimas. Los dos millones de parados reprochaban a UCD su política de empleo. El golpe de Estado del 23-F mostró la existencia de enclaves del franquismo que los centristas no habían desactivado. La entrada de España en la OTAN bajo el mandato de Leopoldo Calvo-Sotelo sublevó a pacifistas y neutralistas. El escándalo del aceite de colza en 1982 se volvió contra la Administración en el poder. Finalmente, la descomposición de UCD y la crisis interna comunista debilitaron a los principales adversarios electorales del PSOE.
Junto a esas causas coyunturales cabría invocar también razones de larga duración. El recuerdo de la derrota en la guerra civil y de la subsiguiente represión predisponía a los vencidos -por vivencias propias o por tradición familiar- a votar a las siglas del partido más significado del bando republicano: los presidentes Largo Caballero y Negrín fueron militantes socialistas. Y buena parte de las nuevas generaciones (hijas de los triunfadores o de los derrotados en el conflicto de 1936-1939) obligadas a soportar el autoritarismo, la cutrez y la falta de horizontes del franquismo también vieron el 28-O la oportunidad de sustituir al frente del Estado a los reformistas de la dictadura, que habían protagonizado la transición, por los opositores al franquismo, marginados del poder durante cuarenta años.
Además de esos factores coyunturales o de larga duración, el tercer elemento explicativo del 28-O son los propios méritos del PSOE: la capacidad para hacer la renovación de su grupo dirigente, para sintonizar con la sensibilidad de la sociedad posfranquista y para lanzar una propuesta de cambio atractiva a los votantes. Veinte años después de aquella victoria electoral, resulta tentador aplicar a nuestros días esa rejilla a fin de comprobar si los socialistas que se confrontarán en las urnas con los populares dentro de año y medio han aprendido aquellas lecciones. Sin duda, el PSOE del 35º Congreso ha seguido las huellas del PSOE de Suresnes en lo que se refiere a la renovación generacional; nadie puede de buena fe implicarle en los malos recuerdos de la corrupción y la guerra sucia. El principal riesgo del actual remozamiento socialista es que la Ejecutiva de Zapatero beba una dosis excesiva del agua de la fuente de la eterna juventud y extreme indebidamente los paralelismos entre los años 1974 y 2000. Mientras que la vieja guardia instalada en el exilio todavía en los años setenta permanecía anclada en los recuerdos y aferrada a las querellas de la guerra civil, ignoraba la realidad de la sociedad española del desarrollo y no disponía de cuadros cualificados para gestionar un Estado moderno, la generación que ocupó el poder durante los catorce años de gobierno de Felipe González acumula una rica experiencia de capital humano que el PSOE no debería desaprovechar si gana las elecciones de 2004.
Por lo demás, la dirección elegida por el 35º Congreso puede enorgullecerse de haber reconstruido una de las condiciones necesarias para lograr aquella sensibilidad hacia el electorado que contribuyó a la victoria del 28-O. Zapatero ha sabido abandonar el tono malhumorado, adusto, agresivo y gruñón de los gobernantes socialistas expulsados del poder en 1996, lastrados por su tendencia a identificarse de forma patrimonializadora con el Estado y a creerse predestinados para el desempeño indefinido de sus papeles como actores públicos. Los partidos se mueven en un incierto terreno fronterizo entre la sociedad civil, en tanto que asociaciones voluntarias formadas por militantes de la calle, y las instituciones públicas, en tanto que instancias representativas de los electores en los ayuntamientos y parlamentos. La prolongada estancia en el poder de un partido distancia a sus dirigentes de los ciudadanos y los recluye en un mundo cerrado de forma tal que terminan siendo prisioneros del castillo encantado de una realidad imaginada; la democracia garantiza o al menos facilita la sustitución periódica de esos ensoberbecidos autistas por competidores acostumbrados a viajar en autobús, metro o taxi. Pero si la recuperación por Zapatero del tono modesto, simpático y cercano del Felipe González de 1982 constituye un requisito necesario para el objetivo primordial de sintonizar con el electorado, no es, sin embargo, una condición suficiente: también deberá recoger las demandas del electorado y articularlas en un programa coherente.
El cambio prometido por los socialistas el 28-O se dirigía a un electorado decepcionado por el Gobierno de UCD, dispuesto a consolidar unas instituciones democráticas amenazadas por los golpistas y los terroristas, preocupado por el incremento del paro, deseoso de una mayor permisividad en las costumbres, necesitado de las prestaciones del Estado de bienestar y deslumbrado por la perspectiva europea. Ni que decir tiene que en la cita de 2004 el PSOE no podría volver a plantear las promesas (la creación de 800.000 puestos de trabajo o el referéndum de la OTAN) y las consignas ('Que España funcione') de hace veinte años. La sociedad española se ha transformado durante estas dos décadas; las realizaciones de los Gobiernos de Felipe González han contribuido paradójicamente a la obsolescencia de buena parte del antiguo programa socialista: la universalización de los servicios de educación y sanidad no es ya un objetivo a lograr, sino una conquista a defender frente a la codicia privatizadora y una realidad a mejorar en lo que se refiere a su funcionamiento y calidad. España es un país más rico, miembro desde hace tres lustros de la Unión Europea y de la Alianza Atlántica. El Estado de las autonomías ha desplazado un elevado porcentaje del gasto público desde la Administración central hacia las comunidades. El terrorismo de ETA no tiene la capacidad mortífera de 1982, pero la deriva soberanista del PNV pone en peligro los derechos y libertades de los vascos sin adscripción ideológica nacionalista. Aunque la secularización de las costumbres y las reformas legales correspondientes (como la legalización del aborto) sean ya irreversibles, durante el Gobierno del PP se ha extendido un preocupante tufo neoconfesional en el Estado y en la enseñanza. También han surgido nuevos problemas de alcance insospechado: la inmigración produce efectos transversales sobre el empleo, la educación, la salud, la vivienda, la seguridad y la tolerancia democrática. Ésas son las demandas a las que deberá dar respuesta el nuevo PSOE si pretende ganar las próximas elecciones.
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