Abolir la pobreza no es una utopía
El autor analiza las vías que se debaten para acabar con la pobreza en el mundo, señala los problemas de muchos de esos planteamientos y explica la alternativa que la Unesco considera más viable.
Seamos conscientes de que la persistencia -e incluso la agravación- de la pobreza constituye la característica más sorprendente de nuestra civilización, que se ha mundializado en pos de un afán de prosperidad sin precedentes. Esta característica no sólo es un fenómeno masivo que afecta a una persona de cada dos, sino que además es una realidad que se va extendiendo, porque la inmensa mayoría de los 2.000 a 3.000 millones de seres humanos que se van a sumar a la población mundial antes del final del siglo se verán expuestos a la miseria. Asimismo, esta realidad pesa sobre el medio ambiente y los equilibrios del mundo, de tal manera que muchos se alarman.
Por eso, a la hora de establecer los Objetivos de Desarrollo para el Milenio, las Naciones Unidas se han fijado como primer objetivo reducir a la mitad en los próximos 15 años el número de personas que viven en la extrema pobreza. Este planteamiento, aunque es sumamente loable de por sí, no pone un término a la cuestión de la miseria. En efecto, ese objetivo no se alcanzará fácilmente, y en el supuesto de que se alcance, el problema inicial seguirá intacto: ¿podemos seguir tolerando que perdure la pobreza?
Caracteriza a la pobreza la negación de los derechos humanos, de los que es causa y efecto
La proclamación de su abolición movilizará a las fuerzas capaces de rectificar la situación
Es menester plantearse la cuestión en términos muy diferentes. Mientras se siga abordando la pobreza como un déficit cuantitativo natural -o incluso cualitativo- que es preciso subsanar, no se logrará galvanizar la voluntad política necesaria para reducirla. El pauperismo sólo se acabará el día en que se reconozca que la pobreza constituye una violación de los derechos humanos y en que, por consiguiente, se declare su abolición. Veamos el porqué y el cómo.
Si se define en términos relativos, la pobreza es inagotable e incurable, porque nos vemos obligados, a la vez, a aceptarla indefinidamente y a agotar en balde recursos para reducirla sin cesar. Este planteamiento relativista sólo puede establecer un umbral arbitrario de pobreza, fijado como un horizonte artificial y ficticio, que es indefendible. En efecto, cabe preguntarse qué significado tiene un umbral de un dólar o dos por día y, sobre todo, a santo de qué tendríamos que aceptar un límite semejante. Lo que caracteriza básicamente a la pobreza no es un nivel de ingresos ni unas condiciones de vida, sino la negación de la totalidad o de una parte de los derechos humanos, de los que ella misma es causa y efecto a un tiempo.
De las cinco categorías de derechos fundamentales -civiles, políticos, culturales, económicos y sociales- que en la Declaración Universal de Derechos Humanos se proclaman inherentes a la persona humana, la pobreza viola los últimos siempre, los penúltimos por regla general, los terceros con frecuencia y los primeros y segundos a veces. Y a la inversa, la violación sistemática de cualquiera de esos derechos trae consigo rápidamente la pobreza. En 1993, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos celebrada en Viena ya admitió la existencia de un nexo orgánico entre la pobreza y la violación de los derechos humanos.
Ahora bien, esos derechos son imprescriptibles e indisociables. Su violación representa un atentado radical contra la dignidad humana en su conjunto y no un mero inconveniente soportado por remotos semejantes nuestros. Por consiguiente, es preciso poner un término a esa violación, y este imperativo se traduce por algo muy sencillo: hay que abolir la pobreza.
Aunque esta formulación pueda prestarse a la mordacidad de quienes la consideren ingenua, sería una equivocación de forma y de fondo ironizar sobre ella. Error de forma, porque la cuestión no se presta en absoluto a sarcasmos, ya que las angustias, la miseria, el desamparo y la muerte, que forman el cortejo del pauperismo, deberían más bien avergonzarnos. Y error de fondo sobre todo, porque la abolición de la pobreza es verdaderamente el único punto de apoyo posible de la palanca imprescindible para vencer el pauperismo.
Esa palanca la constituyen las inversiones, las reformas y las actividades necesarias para suprimir las carencias de todo tipo que integran la pobreza. Afortunadamente, la humanidad cuenta hoy con los medios necesarios para triunfar sobre la miseria, pero a falta de un punto de apoyo sólido esa palanca no desarrolla la potencia necesaria.
En cambio, si se proclamara la abolición de la pobreza como debe ser, habida cuenta de que viola sistemática y continuamente los derechos humanos, su persistencia no se consideraría ya una secuela deplorable del estado de cosas, sino una denegación de justicia.
La carga de la prueba se invertiría: se admitiría que los pobres sufren un perjuicio y, por consiguiente, se harían acreedores a un derecho de reparación, de la que serían mancomunadamente responsables tanto los gobiernos como la comunidad internacional, y, en definitiva, todos y cada uno de los ciudadanos del mundo.
Esto bastaría para que todos ellos se preocupasen por hacer desaparecer sin tardanza la causa de esa deuda contraída con los pobres, y también para que movilizasen fuerzas infinitamente superiores a las que pueden aunar en favor del prójimo la compasión y la caridad, o incluso el interés por la seguridad.
Proclamar la abolición de la pobreza entrañaría el reconocimiento de los derechos a los pobres, pero, evidentemente, no haría desaparecer la miseria como por arte de ensalmo. Eso sí, crearía las condiciones para que la causa abolicionista se erigiese en prioridad de prioridades por ser del interés común de todos y no por tratarse de una preocupación subsidiaria de algunas mentes ilustradas o meramente caritativas.
La aplicación del principio de justicia y la coerción del derecho puesta a su servicio son fuerzas sumamente potentes. Así es como se acabó con la esclavitud, con el colonialismo y con el apartheid. A este respecto hay que decir que la pobreza está deshumanizando a la mitad de los habitantes de nuestro planeta en medio de la más total indiferencia, mientras que la esclavitud y el apartheid fueron rechazados y combatidos.
A fin de cuentas, la alternativa es bien sencilla. No se trata de escoger entre un enfoque 'pragmático' basado en la ayuda que los ricos conceden a los pobres, por un lado, y el planteamiento que aquí se propone, por otro lado. Se trata de escoger entre este último planteamiento y la otra única forma de hacer acreedores de derechos a los pobres, es decir, que ellos mismos se rebelen y se los tomen por su mano. Ahora bien, es de sobra sabido que esta última solución ha desembocado a menudo en una agravación de la miseria.
Sin embargo, con el correr del tiempo se irá convirtiendo en la más probable si no se hace nada, o si se hace demasiado poco, como ocurre en el caso del enfoque 'pragmático', por meritorio que sea. Esta doble disyuntiva se reduce, por consiguiente, a una sola opción, que además es la única conforme al imperativo categórico del respeto de los derechos humanos: abolir la pobreza y sacar de este principio todas las consecuencias bajo la coerción libremente aceptada que de él se desprende.
Ningún programa, por importante que sea, logrará erradicar la pobreza. La proclamación de su abolición, al crear derechos y deberes, movilizará las fuerzas auténticamente capaces de rectificar la situación de un mundo que es presa del pauperismo. Por el mero hecho de establecer una prioridad efectiva y apremiante, la abolición de la pobreza cambiará el orden de las primacías y contribuirá a forjar un mundo diferente. Esto no sólo es lo que exige la tarea de dotar a la mundialización de un rostro humano, sino que además representa la mayor oportunidad a nuestro alcance para lograr un desarrollo sostenible.
El objetivo de la Unesco, según reza su Constitución, es 'alcanzar gradualmente, mediante la cooperación de las naciones del mundo en las esferas de la educación, de la ciencia y de la cultura, los objetivos de paz internacional y de bienestar general de la humanidad, para el logro de los cuales se han establecido las Naciones Unidas, como proclama su Carta'. Ahora bien, es evidente que el estado actual del mundo escarnece esta aspiración de la Organización a lograr una prosperidad común y se está convirtiendo en la principal amenaza que se cierne sobre la tan anhelada paz.
En virtud de la misión que tiene asignada, a la Unesco le incumbe introducir con intrepidez y vigor en la médula misma del debate internacional la idea clave y pujantemente motriz de que 'la pobreza es una violación de los derechos humanos'. Éste es el objeto de su contribución a la tarea de erradicar la pobreza, el vital Objetivo de Desarrollo para el Milenio, del cual depende fundamentalmente el logro de todas las demás metas. Para superar los peligros que se ciernen amenazadoramente sobre su futuro el mundo debe disponer de la potente palanca que pedía Arquímedes. Solamente le falta encontrar el punto de apoyo, que la proclamación de la abolición de la pobreza le proporcionará a buen seguro.
Pierre Sané es subdirector general de la Unesco.
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