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Columna
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Elogio de Jordi Pujol

Es bajo y calvo; además, se acompaña a menudo de un curioso y residual desorden capilar. Tiene tics faciales y a la hora de expresarse en las entrevistas carraspea demasiado y tose. En sus intervenciones públicas, nunca banales y siempre guiadas por un pensamiento nítido, tiende a prolongarse demasiado. Se le acusa de megalómano y es carne de cañón de caricaturistas. Ahora, en el momento de la despedida, ha habido analistas de la izquierda que le han descrito como una especie de cura rural, nacionalcatólico a la catalana, que no ha sido todo lo nacionalista que debiera y que sólo a base de triquiñuelas ha conseguido dominar como señor absoluto los entresijos de la política de su país.

Todos esos juicios son, claro está, injustos. Jordi Pujol pertenece, con pleno derecho, a ese puñado reducido de protagonistas de la transición que merecen ser considerados héroes colectivos. Para Cataluña -y para toda España- su larga presencia en la vida pública ha sido ni más ni menos que una bendición. Ahora que ingresamos en el pospujolismo descubrimos, ante todo, un gran vacío. A todo proceso político le acompaña el Mal previsible y el Bien evitable. Parte de la vida pública Jordi Pujol bien provisto de un balance, en lo esencial, de errores evitados y de beneficios colectivos logrados.

¿Qué ha permitido a este hijo de un botones de banca cerrar su vida pública en estas condiciones? En 1960 era tan sólo un médico, ya casado y con hijos, que había sido condenado a siete años de cárcel por el régimen; en 1984, después de cerrada una etapa parlamentaria transcurrida en minoría, alcanzó la mayoría absoluta en Cataluña. Partir de esos inicios y conservar tales resultados se explica por todo un carácter cuyos rasgos esenciales se nos revelan hoy claros. Son, en cierto sentido, paralelos a los de Cambó, el otro gran político catalán y español del siglo.

Toda la vida de Pujol ha estado animada por un fuego interior, un sentido de misión, que tan deseable como infrecuente aparece en el hombre público; en su caso se basa en el amor a Cataluña a quien ha visto siempre a la vez como una realidad potente y amenazada de peligros. Esto ha hecho que ejerza como agitador y profeta y, al mismo tiempo, no haya evitado, cuando era obligada, la autocrítica. Por eso supo ver la inmigración como un bien y a quienes la protagonizaban como destinados a ser catalanes en el futuro. Pero la política suele estar poblada de profetas desarmados e inhábiles, más perjudiciales que constructivos.

Lo característico de Pujol ha sido un enorme sentido práctico, el repudio visceral del puro gesto o la verbalidad desatada. Como Cambó, ha visto siempre la política como un juego de fuerzas en tensión, analizable desde la frialdad y de la que se podía extraer el bien común cotidiano para los ciudadanos. Pero ha sabido también que la Política es sólo una parte de la vida y que, cuando no hay condiciones, como en el franquismo, se debe ayudar a construir una sociedad mientras, cuando las hay, se debe respetar la autonomía del mundo de la cultura. No ha sido nunca un ideólogo pero sí una persona de lecturas y de pensamiento, excelente pedagogo. Y un hombre consciente de lo que se jugaba en la acción: no en vano dijo un día que un político como debe ser, un político de raza, paga con su propia persona, que es la garantía de su política.

Hoy lo decisivo es el mensaje que nos deja en el momento inicial del pospujolismo. A veces, en privado, Pujol dice que tiene dudas de si con otra estrategia más conflictiva hubiera obtenido más beneficios para Cataluña. Pero él sabe de sobra (y así lo ha proclamado con solemnidad ahora) que el modelo catalán, que ha pilotado con mano sabia, es, sin duda, el bueno. Al frente de Cataluña Pujol ha buscado poder y prestigio para ella, no conflictividad innecesaria, ni gestos de resultado imprevisible o contraproducente. Ha tratado, además, de cara a España, de influir para modernizar y para moderar. Ojalá todos lo hubieran hecho así. Ahora, en su último balance de su labor política, nos deja un mensaje cuya gravedad se mide por la envergadura de su trayectoria: la articulación de la España 'entrañable' y la Cataluña sentida como nación está por hacer todavía.

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