El azar y la Generalitat
La paradoja de que lo improbable es posible, e incluso inevitable, es una de las facetas del juego de azar. El ganador es, a pesar de su rareza, tan poco extraño como los miles de perdedores. Unos y otros se necesitan para que la rueda gire sin cesar, y esa dinámica engulle, destroza economías domésticas, pero también genera beneficios y puestos de trabajo... Mientras tanto, la Administración observa. Sigue atenta a la evolución de las mil caras del juego. Interviene en la mayoría de sus ámbitos, recauda, reglamenta, decreta, regula, inspecciona, sanciona y, a veces -¿por qué no decirlo con claridad?-, elude su responsabilidad como institución y sucumbe a los intereses de algún que otro poderoso bien relacionado.
En Cataluña las aguas del juego de azar bajan turbias y no es la primera vez que esto ocurre. La comunidad autónoma catalana es la única de España que no se ha sacado de encima la mácula del amiguismo y el tráfico de influencias. El Gobierno de la Generalitat y el grupo parlamentario de CiU se han negado sistemáticamente a dar vía libre a una comisión de control, ponencia o grupo de trabajo que se encargue, en la Cámara catalana, de regular adecuadamente este sector, tanto desde una variante empresarial y tributaria como desde la perspectiva de la protección del ciudadano y del tratamiento de la ludopatía. Y no ha sido así a sabiendas de que en el propio auto de archivo del caso Casinos, sin ir más lejos, se indicaba con claridad y como probada la financiación de determinado partido político. Todos sabemos que el caso resultó improcedente por falta de tipificación, pero que existían responsabilidades políticas que nunca se saldaron. Por si ello fuera poco bagaje, más tarde llegaron otros affaires, como los aplazamientos tributarios a determinadas empresas afines al poder. La bonanza de la climatología les permitió competir ventajosamente con los demás hasta conseguir la hegemonía de la que disfrutan hoy. O bien, por qué no recordar la controvertida adjudicación de loterías a la empresa Luditec, etcétera. Hemos vivido más de 20 años de sospechas fundadas alrededor del juego de azar. Durante esta época el Gobierno ha hecho oídos sordos a las exigencias parlamentarias que pugnaban por corregir la situación. Hoy de nuevo el juego ha saltado a la palestra, en pleno epílogo pujoliano (véase EL PAÍS del pasado 23 de septiembre). El Gobierno catalán intentaba dar a luz un anteproyecto de reglamento de máquinas tragaperras que ha soliviantado a diversos sectores. Asociaciones contra la ludopatía, operadores, maquineros, grueros han clamado contra lo que consideraban un acto de rendición, de entreguismo a las exigencias de los que pretenden monopolizar el sector. La Dirección General del Juego impulsó en pleno mes de agosto una nueva normativa con nocturnidad y la excusa de modernizar los anteriores reglamentos, y lo hizo francamente mal, tanto desde la perspectiva empresarial como desde la social. La entrada en vigor de este decreto hubiera implicado beneficios inmediatos para algunas de las empresas hegemónicas del sector (CIRSA), en detrimento de gran número de medios y pequeños operadores que hubieran tenido que recurrir a dicha empresa para adecuar su tecnología a la nueva situación. Hace unos seis meses tuvieron que modificar sus máquinas para adecuarlas al euro efectuando considerables inversiones. Tanto es así que la aprobación de este nuevo decreto suponía para muchas de estas empresas la obligación de realizar nuevamente inversiones y quedar, una vez más, a merced de los grandes tiburones del juego. Aún eran más graves las repercusiones en el ámbito social puesto que hablamos de personas. El texto del Gobierno permitía el aumento en las velocidades de ejecución de las partidas (de cinco a tres segundos), con lo que se hubiera incrementando el riesgo de dependencia en el jugador compulsivo. Todo ello es una incitación al juego en un país que tiene uno de los índices de ludopatía más altos de Europa. Resulta del todo incomprensible que una Administración, que supuestamente ha de velar por la salud de sus administrados, pasara por alto esta circunstancia. Como también resulta difícil creer que esta misma Administración pretendiera fijar las partidas en las tragaperras a 25 céntimos de euro cuando esta moneda no existe en el mercado y fuerza a la utilización de una de 50 céntimos. Estos aspectos, combinados con la reducción de devolución en premios y con la nueva velocidad de la partida, suponían para el usuario un gasto potencial que es 3,3 veces mayor que antes de la implantación del euro. Resumiendo: una persona apostada ante una máquina tragaperras a principios de 2002 podía gastar durante una hora un máximo de 27 euros (4.500 pesetas); desde la entrada del euro, se pasó a una cifra que rondaba los 36 euros (5.980 pesetas), y de haberse aprobado el decreto, esta cifra hubiera ascendido a 90 euros (unas 15.000 pesetas). La opción reglamentaria de la Dirección General de Juegos y Apuestas de la Generalitat no respondía, pues, a criterios de interés social ni a criterios empresariales. Hemos padecido una actuación arbitraria dictada por el interés particular de determinados fabricantes vinculados al poder convergente que pasan hoy dificultades económicas. Ante tanto estropicio, no es de extrañar que asociaciones contra la ludopatía, partidos políticos y la mayor parte del empresariado hayan reaccionado contundentemente. Sorprende a todos que la Generalitat potenciara un reglamento que induce a la gente a apostar más en las tragaperras. Afortunadamente, una resolución parlamentaria ha puesto freno a tanto despropósito. La crítica al Gobierno aquí expuesta no se basa en un discurso moralizante -por otra parte legítimo y necesario-, sino en la reivindicación de una Administración ecuánime al servicio del ciudadano y no de los grupos de presión. Porque, sinceramente, una cosa es aceptar que el ciudadano juegue y otra muy distinta multiplicar los peligros de la adicción. La mayoría de los empresarios del sector no desean esta situación. Las asociaciones contra la ludopatía se sienten engañadas. Desde la oposición creemos que, una vez más, el Gobierno de Pujol está atrapado en la red que él mismo ayudó a tejer.
Joan Ferran es diputado del PSC en el Parlament.
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