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Columna
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Gabo, en mi levitación

Juan Luis Cebrián

'Ruego a los que se aburran con mis palabras, y decidan abandonar la sala, que no hagan ruido al salir, a fin de no despertar a los que estén dormidos'. He oído a Gabriel García Márquez pronunciar muchas veces esta recomendación, que causa siempre la hilaridad y el entusiasmo de su auditorio. Usó de ella en la clausura de un ciclo sobre la cultura latinoamericana en Madrid, y la concurrencia prorrumpió en ruidos de aplauso y carcajada. Pero un par de fechas antes no fue así. Los mismos asistentes al mismo curso protestaron con la misma sonoridad porque el premio Nobel más famoso de la literatura en castellano no se dignó abrir boca en la inauguración de dicho seminario, pese a que se sentaba en la presidencia.

'Ya sabes que con estudiantes de periodismo siempre estoy dispuesto'
Gabo es un empedernido lector, un conversador implacable y un buen comedor
Es un mimado de los dioses. Amenazado por la enfermedad, la ha vencido repetidas veces

A García Márquez no le gusta hablar en público. No da conferencias, no pronuncia discursos, rehúye los homenajes. Cuando la Georgetown University de Washington organizó una ventolera de celebraciones para conmemorar el septuagésimo aniversario del escritor y el quincuagésimo de la publicación de su primer cuento, Gabo, como le llaman ya universalmente, no compareció en la sala, atestada de autoridades académicas, de alumnos y de visitantes, en la que departimos unos cuantos amigos suyos. A cambio, prodigó sus entrevistas y discusiones con los estudiantes, cosa que le encanta.

Una vez le llamé para invitarle a la Escuela de Periodismo de EL PAÍS. '¿Ante cuántas personas estaré?', me preguntó. Treinta o cuarenta. 'Ya sabes que con estudiantes de periodismo siempre estoy dispuesto'. Y les habló durante más de dos horas. Cuando el compromiso es mucho, o el acto le interesa por la razón que sea, si no tiene otro remedio que dirigirse al público, prefiere hacerlo leyendo un cuento o un capítulo de su próximo libro. Las excepciones a esta norma son muy pocas, y yo sólo recuerdo una en los años recientes: dictó un breve discurso en la inauguración del Congreso de la Lengua Española, en Zacatecas, ante el presidente Zedillo, de México, y los Reyes de España. Aquella intervención, en la que insistió acerca de los 'terrores tempranos' que la ortografía produce en los niños, causó no poco revuelo en muchas regiones de habla hispana, a comenzar por la propia España, debido a las críticas que el escritor hizo de la probable arbitrariedad gramatical de nuestra lengua. Pero los que estábamos presentes no nos sentimos especialmente agredidos, y sí muy reconfortados, por la templada y hermosa provocación del texto. Después invité a Gabo a visitar la Real Academia Española, que se había visto envuelta en la polémica, y mis colegas en la que horrísonamente se llama docta casa tuvieron oportunidad de conciliar su preterida indignación con la sabiduría y el encanto personal que se desprenden de la figura de Gabriel García Márquez.

Cuento estas anécdotas porque son ilustrativas de algunos de los rasgos para mí más definitorios del personaje: su timidez y, lo que es más raro descubrir en un mito viviente de la literatura de todos los tiempos, su bondad. También su sentido del humor, que le faculta para defenderse de la enorme pesadumbre de la fama y acercarle a discernir, como Kundera, la imperceptible levedad del ser. Gabo es bueno en el sentido machadiano de la palabra, lo que le permite también ser cruel con los tontos, los caraduras y los paniaguados. Es bueno y fiel, sobre todo, para con sus amigos, que son muchos y muy variados, pues es quizás el sentido de la amistad, aun por encima del amor, el que más le distingue y el que mejor cultiva. 'Escribo para que me quieran mis amigos', ha declarado muchas veces, y los amigos nos disponemos a quererle más y más para que no deje nunca de escribir.

Ninguna de estas cosas serían, probablemente, muy significativas si no fuera porque se refieren al que es, con seguridad, el escritor vivo más universal de cuantos existen, sin distinción de lenguas ni culturas. Se trata de un auténtico mito viviente, y no creo que haya existido nunca en la historia de las letras un autor que haya podido disfrutar, hasta los límites insospechados de su caso, del aplauso de la crítica y de la popularidad inmensa entre el pueblo llano, al menos el pueblo llano lector. Tampoco creo que haya hoy en el mundo un escritor más difundido, y pienso que resultaría difícil encontrar una librería, en cualquier ciudad y de cualquier continente, que no albergue en sus estantes al menos un ejemplar de alguna obra de García Márquez. Treinta millones de volúmenes vendidos de Cien años de soledad hablan por sí solos de la inmensa aceptación que esta obra imperecedera de las letras ha merecido entre nuestros contemporáneos.

Gabo es un empedernido lector -aunque no presuma de ello tanto como acostumbraba Borges-, un conversador implacable, un buen comedor, cercano a la glotonería, pese a que la edad y la salud le obligan ahora al comedimiento, y un viajero impenitente, capaz de retar y vencer su confesado miedo a volar. Antes lo aborrecía. Ahora parece acostumbrado a ese hecho singular de los viajes aéreos, en los que 'el alma llega después que el cuerpo'. Es también, para regocijo de muchos, un periodista no arrepentido. A sus setenta y pico años, con todos los honores, premios y fama a sus espaldas que imaginarse puedan, volvió a sus orígenes, trabajando como entrevistador y comentarista para la revista Cambio, que él mismo contribuye a financiar. Lo hizo con una dedicación, un empeño y un entusiasmo difíciles de encontrar en los más jóvenes aspirantes al oficio de reportero. 'El periodismo siempre fue un género de la literatura', afirma sin ambages ante quien le interroga sobre estas cuestiones. Y dedica su dinero, su tiempo, sus influencias y su magisterio a formar nuevas generaciones de profesionales: en Madrid, en Cartagena, en La Habana, allí donde se le reclama para ello.

Su gran pasión artística, al margen de la literatura, es el cine. De joven, aprovechaba los días libres que le daban en El Espectador para verse tres y hasta cuatro películas de un tirón. Guionista, maestro de guionistas, crítico, animador de festivales, jurado en una buena parte de ellos, García Márquez ha visto prolongada en su primogénito la dicha de dedicarse al séptimo arte. Quizás purga con ello la mínima desilusión que debe producirle el no haberse entregado al mundo del celuloide con la misma intensidad que a la escritura.

Pero lo mejor de Gabo es su optimismo, tan raro en quienes disfrutan del genio creador. Lejos de la imagen del intelectual maldito, aunque los comienzos de su lucha fueran azarosos hasta percibir la sombra del hambre, ha vivido arropado por el triunfo y, pese a ello (o quizá gracias a ello), derrocha tranquilidad en derredor suyo. No podría ser así, desde luego, sin la luminosa presencia de su acompañante de siempre, su novia desde la adolescencia, su esposa desde hace más de cuatro décadas, Mercedes Barcha, una de esas mujeres que son guapas por dentro y por fuera a la vez. Mercedes le guardó la ausencia durante años cuando Gabo marchó a Europa a estudiar cine y a desempeñarse como cronista, para acabar ganándose la vida en los cafetines del Barrio Latino de París tarareando a la guitarra boleros de amor. Un día que Gabriel García Márquez estaba tomando un refresco con unos amigos en una terraza de Caracas, consultó el reloj y se levantó apresurado, disculpándose: tenía que irse o de otro modo perdería el avión para Colombia, lujo que no se podía permitir, pues marchaba allí para casarse. La sorpresa fue máxima. A nadie de su entorno le había hablado de Mercedes, aquella joven bellísima, delgada y morena, de mirada intensa y lengua acerada con la que al poco tiempo contraería matrimonio en Barranquilla. Es difícil saber cómo hubiera sido la obra de este escritor si no hubiera estado animada desde el principio por el soplo mineral, terco y profundo de esa mujer plena de convicciones, desbordada por una ternura que oculta deliberadamente, como si temiera que al descubrirla se vinieran abajo la entraña de su carácter y la raíz de su fortaleza.

García Márquez es un mimado de los dioses. Amenazado por la enfermedad, la ha vencido repetidas veces. De esa experiencia amarga floreció una personalidad en la que el lado humano venció definitivamente las ínfulas posibles del escritor laureado. Hasta disfruta del milagroso don de no tener enemigos, o de que sean los justos, a fin de que le sirvan de vacuna contra cualquier adversidad de semejante género, pues la palabra odio no cabe en su vocabulario. A sus 75 años sigue en plena producción literaria. En los próximos días verá la luz el primer tomo de sus memorias y ya prepara una trilogía de novelas. Conviene que nadie se llame a engaño y piense que, por escribir su autobiografía, Gabo rinde la pluma ante el desafío de otros empeños.

Hace un cuarto de siglo que disfruto del privilegio de su amistad, y ése es uno de los regalos que me ha deparado la vida. Ésta es mejor, más fructífera y amable, cuando se tiene la oportunidad de visitar el laberinto del genio. Gabriel García Márquez me la ha brindado con una generosidad y un afecto imposibles de emular. A veces pienso que, gracias a sus enseñanzas, cualquier día me tomaré un cuenco de chocolate caliente y yo mismo, como el famoso cura del cuento, me pondré a levitar.

Una primera versión de este artículo ha sido publicada por el diario El Tiempo de Bogotá.

Gabriel García Márquez, en la Escuela de Periodismo de EL PAÍS.
Gabriel García Márquez, en la Escuela de Periodismo de EL PAÍS.GORKA LEJARCEGI

Las memorias de García Márquez en EL PAÍS

El próximo domingo 6 de octubre, cinco días antes de que se ponga a la venta, EL PAÍS publicará un amplio extracto del primer tomo de las memorias de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, sin duda, uno de los libros más esperados por los millones de lectores con los que cuenta el Nobel colombiano.El texto seleccionado por este diario, que corresponde al último capítulo de las mencionadas memorias, corresponde a la experiencia del joven García Márquez cuando, en 1955, publica su primer gran reportaje en El Espectador, de Bogotá, bajo el título Relato de un náufrago, en el que muestra ya su enorme talento. Las diferentes entregas de la historia real de Luis Alejandro Velasco,uno de los supervivientes del naufragio de un destructor de la Marina de Guerra de Colombia, causó una enorme conmoción en el país, consiguió que las ventas del diario aumentaran prácticamente el doble de lo habitual y se convirtió en uno de los más brillantes ejemplos del reporterismo periodístico. Posteriormente se editaría en forma de libro.La publicación del relato también influyó notablemente en la vida cotidiana del escritor. Las cada vez mayores presiones y amenazas del régimen dictatorial del general Rojas Pinilla, tanto hacia el diario como hacia el propio García Márquez, le forzaron a una estancia de varios años en Europa.En este primer volumen de Vivir para contarla, el autor narra la historia de sus abuelos, sus padres, sus diez hermanos y su deslumbramiento con la literatura y el descubrimiento de su vocación literaria y periodística. García Márquez , con su magistral estilo en el que la sencillez es la demostración máxima de la sabiduría, incluye en las casi 600 páginas de esta entrega autobiográfica un extraordinario fresco histórico, político, social y cultural de los primeros 50 años del siglo XX colombiano, además de convertirse en una guía indispensable para conocer y reconocer a los numerosos personajes que han conformado su universo literario.La expectación que se ha creado en torno a la publicación inminente de Vivir para contarla queda suficientemente demostrada con los siguientes datos editoriales: Mondadori, por ejemplo, ha previsto una primera edición en España de 300.000 ejemplares. En Colombia serán 180.000 los libros que lanzará la editorial Norma. El total de las distintas primeras ediciones en castellano, en España y Latinoamérica, alcanzará la cifra de un millón de títulos.

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