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CLÁSICOS DEL SIGLO XXI: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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Anatomía del desastre

Enrique Vila-Matas

Aunque tantas veces se lamentara Francis Scott Fitzgerald de no saber si tenía existencia real o era el personaje de una de sus novelas, sus quejas siempre sonaron absurdas, pues en gran parte era él quien había construido su leyenda de bello y maldito, y la vida se había encargado del resto: una leyenda de perdedor, fracasado, nostálgico, alcohólico, derrochador de su inmenso talento. Vida y obra anduvieron siempre unidas en él, casi indisociables, y esto es algo que se percibe claramente en Suave es la noche (1934), uno de sus títulos más autobiográficos, su novela más compleja y desesperada, tal vez por esto la más atractiva de todas.

Con su primera novela, A este lado del paraíso (1920), fue aclamado de la noche a la mañana como el portavoz de una rebelde generación de posguerra, la de la época del jazz, la de quienes 'crecieron para encontrar muertos todos los dioses, libradas todas las batallas, destruida toda la fe en los hombres'. Con esa primera novela, y sobre todo con El gran Gatsby (1925), conoció el éxito prematuro, subió a la cima de la gloria y se las ingenió para vivir como uno de sus héroes, con la suma de 40.000 dólares al año. Casado con 'la maravillosa Zelda', se sentía tan increíblemente feliz que acabó por advertir que su situación no podía durar, y ya en 1921 escribió: 'Tenía todo lo que quería y sabía que nunca volvería a ser tan feliz'.

No se equivocaba. Tras la resaca del éxito de El gran Gatsby, su popularidad comenzaría a decrecer a medida que su talento artístico aumentaba. Hasta 1934, que fue cuando publicó Suave es la noche -novela que tardó ocho difíciles años en escribir-, todo fueron problemas que incidieron directamente en la construcción de su nuevo libro, incluso en la trama del mismo: dificultades financieras, mal alcohol y sobre todo la tragedia de cierta locura (no la suya, sino la de 'la maravillosa Zelda', con su afición obsesiva por la danza, su rivalidad con él como artista y esa perturbada mente a la que diagnosticaron -como a Nicole en Suave es la noche-): esquizofrenia.

Aunque no de una forma demente, también él tenía una personalidad escindida: 'La prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para mantener dos ideas opuestas en la mente y, al tiempo, conservar la capacidad de funcionar'. En estas palabras hay una magnífica definición de la ironía, de una ironía más bien nostálgica; en estas frases puede verse -como dice Mariano Antolín Rato- un lamento enraizado en la forma de sus frases y en la elección de las palabras, en lo adecuado de su expresión, que constituye la clave del tono específico, tan atractivo, de sus escritos.

Sus escritos fueron siempre los de un autor vitalmente animado, tal como observara el crítico Edmund Wilson cuando apareció A este lado del paraíso: 'Todo en él está animado de vida, de una vida mercurial y confusa. Sus emociones no nos conmueven profundamente, su drama no nos corta la respiración, pero su alegría, color y movimiento la convierten en algo excitante, después de la realista pesadez y oscuridad de tanta ficción norteamericana seria'.

Ese encanto estilístico especial lo hallamos sin cesar en Suave es la noche, que, cuando apareció, en 1934, no pudo hacerlo en peor momento, pues a la depresión económica que perjudicaba mucho la venta de libros había que añadir que la novela de Scott Fitzgerald no era precisamente confortable: hablaba del deterioro, de la desintegración de un hombre, y era una dura anatomía del desastre, documentaba con terrorífica exactitud los detalles del vertiginoso descenso del doctor Dick Diver, psiquiatra que funcionaba con dos ideas opuestas en la mente, escindido entre el amor por su esposa Nicole, millonaria esquizofrénica, y la juventud de Rosemary, a la que quiere menos pero por la que también se siente atraído.

Ese idilio con Rosemary -el presente pavoroso de un pasado que podía haber existido- señala el comienzo del desmoronamiento del entrañable Dick Diver, que, al luchar por restablecer la salud mental de Nicole, lucha también por evitar que se derrumbe todo lo demás, es decir, su frágil mundo propio. Lucha, pero no lo logra; más bien acaba hundido del todo, acaba en un trágico hundimiento que el autor explica -al igual que posteriormente lo hizo de su propio desmoronamiento- diciendo que se trata de 'una bancarrota emocional'. La caída de Dick es lo que mantiene la atención del lector y, al final de la novela, cuando esa caída se agudiza, encontramos páginas inolvidables.

Como el héroe al final de una película sobre un hombre solitario, la figura del doctor Diver se pierde en la distancia. Y la novela termina con pasajes sobre la vida mediocre de Dick, médico ahora en una remota pequeña ciudad de Estados Unidos. Está claro que Suave es la noche refleja los problemas personales que fueron hundiendo a su autor a lo largo de los ocho años que tardó en escribirla. Para colmo de desgracias, cuando el libro apareció, tuvo una acogida indiferente; los lectores se habían olvidado del mundo rutilante de los años veinte, o, mejor dicho, se encontraban en una época diametralmente opuesta en el aspecto social, y además creyeron que volvía el escritor de las burbujas y el charlestón cuando éste, lejos de los años felices, lo que había escrito era la desoladora crónica del final de una época. Tal vez Fitzgerald pagó en ese momento -luego su obra se ha vuelto ligeramente inmortal- haber ligado su destino a la caducidad de un tiempo, el de los vaporosos años veinte, que él se había obstinado en recrear a cambio de desperdiciar parte de su talento.

'La misión del artista es examinar las fronteras de la conciencia', dice el doctor Diver a uno de sus pacientes. Posiblemente quiere indicar con esto que la oscuridad es para todos, excepto para los más fuertes, y que en el fondo es preferible quedarse sin cruzar esas fronteras, pues, después de todo, nuestra noche es suave -de ahí el título de la novela, menos gratuito de lo que se piensa-; después de todo, nuestra noche tiene la tierna ventaja de estar a este lado del paraíso, donde no hay fantasmas y sí bellos y malditos escritores como el gran Fitzgerald, un autor de una trágica y frágil pero bella ironía nostálgica, un autor que en el guión de la película de Frank Borzage Tres camaradas incluyó esta frase con la que sin duda todos sus lectores estarán vivamente de acuerdo: 'Cuando oscurece, siempre se necesita a alguien'.

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