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Columna
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La guerra del señor Bush y el 11-S

La apoteosis conmemorativa del primer aniversario del 11 de septiembre y la avalancha mediática de imágenes y textos a los que ha dado lugar, en especial durante los últimos 15 días, han supuesto, todos lo sabemos, un acondicionamiento, en profundidad, de la opinión pública occidental en favor de la guerra. En efecto, una agresión tan abyecta, una carga tan aterradora de dolor y de injusticia como las conmemoradas, no sólo generan un imparable movimiento de identificación y solidaridad con las víctimas, sino también una voluntad de reparación y, con frecuencia, revancha susceptible de asumir modalidades bélicas.

Hasta el más hermético pacifista admite que la guerra pueda ser, en algún caso, un último recurso necesario para poner fin a una situación insoportable. El presidente Bush se subió desde el primer momento en ese caballo e hizo del desquite por el 11-S su guerra. Y en ello está. Ahora bien, toda guerra reclama que se determinen las razones que la legitiman, que se fijen los ámbitos de su ejercicio y que se conozcan quiénes son sus actores principales: enemigos y aliados. Por ello lo más frustrante de la extraordinaria masa de recursos y de esfuerzos que se han destinado al examen y comentario del 11-S y de la abrumadora producción icónica y literaria en que se han traducido, es que se hayan quedado en emoción y retórica y que continúen incontestados los interrogantes de hace un año, a los que han venido a agregarse otros. Entre los primeros sigo sin entender:

1. Respecto de los actores: ¿Cómo pudo el Gobierno norteamericano, en menos de una semana, establecer la lista de los 19 terroristas que participaron en la operación, determinar quiénes embarcaron en el vuelo 11 y quiénes en el 93? Pero, sobre todo, ¿cómo explicar que todos los pasajeros de ambos vuelos, menos tres en el primero y dos en el segundo, hayan sido identificados y que no figuren en la lista? ¿Qué misteriosa resurrección ha permitido, por lo demás, a siete nombres, incluidas en ella, reaparecer con posterioridad? Y ¿por qué Pakistán no ha desmentido nunca que Atta, el supuesto líder del grupo, perteneciera a su servicio de inteligencia?

2. Respecto de los lugares: ¿Qué sucedió en el anexo de la Casa Blanca, conocido como edificio Eisenhower que, según las imágenes que vimos en la mañana del 11 de septiembre, fue objeto de un fuerte incendio sin que sepamos las causas? Y, sobre todo, ¿qué es lo que produjo el terrible incendio y desmoronamiento del tercer edificio de Manhattan que la CIA utilizaba como base operativa y archivo principal para su espionaje económico?

3. Respecto de la dimensión económica: ¿Por qué nadie ha explicado todavía las razones de la pasividad de la Comisión Internacional de Valores en la investigación de las operaciones en Bolsa, pocos días antes del atentado, basadas en información privilegiada relativa, sobre todo, a United Airlines y American Airlines, operaciones, inspiradas por Carlyle (familia Bush) y realizadas por la sociedad Alex Brown, dirigida por Krongard, uno de los actuales directores de la CIA?

A estas viejas preguntas se han sumado numerosas noticias sobre informaciones relativas al atentado de las Torres Gemelas que por razones inexplicadas se quedaron en el cajón de quienes la recibieron en los diversos servicios del FBI, la CIA y el departamento de Defensa, sin que nadie las tuviera en cuenta. Desde esta ignorancia, sin acabar de saber del todo lo que hicieron los talibanes -a los que el presidente Bush entregó 43 millones de dólares a finales de mayo de 2001 para su lucha contra la droga- y cuál fue el rol preciso de Bin Laden entonces y cuál es su situación actual, se nos ofrece un nuevo blanco, Sadam Husein, contra quien dirigir nuestros tiros.

Sin saber tampoco demasiado bien por qué. Y sin que en ningún sitio relevante, como en el Congreso de EE UU o en Naciones Unidas se haya constituido una comisión de investigación que proporcione los elementos con los que forjar las armas intelectuales y las razones éticas, antes de enarbolar las otras, quizá también necesarias en la lucha contra el terrorismo. Pero sin mezclar en ello ni metas imperiales ni intereses petroleros.

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