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Tribuna
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Un vasco en Alemania

Debió de haber sido como un shock en aquel entonces, como una liberación. Chillida se volvió famoso de la noche a la mañana cuando obtuvo el gran premio de la Bienal de Venecia, en 1958. La resonancia en Alemania fue enorme. Tras la guerra, los escultores alemanes no lo tenían fácil, les pesaba demasiado el recuerdo de las brutales esculturas monumentales de Arno Breker y tantos otros, quienes cincelaron en piedra burdos y colosales superhombres para expandir por el mundo los delirios de grandeza de Hitler.

Tras la guerra, los escultores alemanes evitaron todo lo que fuese brutal, grande y poderoso; creaban esculturas delicadas, filigranas, y, siempre, algo anémicas, a punto de desmoronarse. Y, de repente, ahí estaba este joven vasco, que creaba algo que no se consideraba posible: obras de una monumentalidad cuyo efecto no era intimidante sino liberador, de un poderío que no era violento sino que celebraba el espacio abierto e inexpugnable, inaccesible a cualquier pretensión de poder. Todo irrumpía en las esculturas de Chillida, en las que nada se negaba a la vista y, al mismo tiempo, mantenían un secreto. Esto, tras la guerra, no sólo era una experiencia estética, sino también política.

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Fue también Chillida quien décadas más tarde regalaría a Alemania una de las quizás más bellas esculturas en la, por lo demás, poco honrosa historia de los monumentos del país. En 1986 se erigió en Francfort la escultura La casa de Goethe, de 34 toneladas de peso, seis metros de largo y cuatro metros de alto. Su efecto es como el de una pequeña iglesia de hormigón dinamitada, como el de una concha de caracol rota en el mar; rara vez un artista había logrado una imagen tan apropiada para la obra del literato alemán. La casa de Goethe era como una metáfora para el Fausto que se enfrenta al mar y quiere amaestrar la indomable naturaleza. Como Rodin, Chillida pone en escena la lucha entre las fuerzas de la naturaleza y lo informal; sus plásticas son escenificaciones arcaicas y solemnes de los poderes naturales, un juego con el espacio y con el tiempo.

Pocos como Chillida dominaron hasta tal punto el manejo masivo de materiales: troncos de hormigón y acero, de toneladas de peso, se tuercen con una engañosa liviandad. La casa de Goethe se abre, sus paredes se convierten en garras, cual acicates, como si debieran apresar el horizonte y el espacio infinito.

La persistencia y la anhelada partida, la protección de la pared y la apertura liberadora, la frialdad de la forma y el enigma de su efecto, en La casa de Goethe todo ello se convierte en una construcción existencialista, en un espacio puro que busca explorar las fronteras entre el adentro y el afuera, entre la cobertura y el despeje. A partir de Heidegger el espacio y el tiempo fueron los temas que jugaron un papel decisivo en la filosofía existencialista alemana, y por ello no extraña que Heidegger, pensador del espacio, y Chillida, creador de espacios, se encontraran en Zúrich en los años sesenta. Chillida ilustró el ensayo de Heidegger El arte y el espacio y rara vez un artista creó imágenes tan persuasivas para la filosofía alemana.

El mismo Chillida dijo alguna vez que siempre se sintió 'más cercano del negro Atlántico'. En Berlín no tenemos océano ni mar que se alborote tanto como en San Sebastián en días tormentosos, donde, ante el amplio horizonte del mar, se encuentra su oxidada ancla de acero. Es esta atmósfera de lo infinito la que Chillida trajo a Alemania con su última escultura, un trabajo de encargo para el canciller federal.

La escultura Berlín representa dos brazos de acero que se entrelazan intrincadamente, y como en Alemania todo se acostumbra a leer de una manera simbólica, se ha querido reconocer en ellos una imagen de la reunificación entre el Este y el Oeste. Se cometió el error de situar la obra delante de la gigantesca nueva cancillería. La escultura, entonces, quedaba en la incómoda posición del pez pequeño que es tragado por el grande. Afortunadamente, Berlín ya fue trasladada y se apartó del campo magnético de una escenificación política demasiado explícita: las misteriosas y enigmáticas esculturas no sirven de cultura propagandística. En el espacio abierto de una gran plaza la obra cuenta con los paisajes mudos, salvajes y abiertos en los que el artista tanto gustaba de moverse, del espacio y del tiempo que el gran Eduardo Chillida intentó detener por un momento con sus poderosos brazos de acero.

Niklas Maak es crítico de arte del diario Frankfurter Allgemeine Zeitung.

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