El final de Pinochet
El sobreseimiento del caso contra el ex dictador cierra, desde el pragmatismo político, un capítulo de la vida chilena.
El sobreseimiento de los juicios en contra de Augusto Pinochet por los crímenes cometidos en Chile durante la llamada operación caravana de la muerte, y la posterior dimisión del viejo dictador del cargo de senador vitalicio cierran un capítulo aún sensible en la vida política de ese país, y muestran cómo los regímenes democráticos pueden ir procesando, de manera práctica, las asignaturas pendientes que, de otra forma, harían eternos los periodos de transición.
Pero ambas decisiones, ¿concluyen en definitiva un doloroso episodio no sólo para los familiares de los detenidos desaparecidos, sino para el conjunto de los chilenos? ¿Tienen una significación importante para la democracia chilena y, sobre todo, para su consolidación? ¿Es moralmente compatible el cierre de ese proceso con la persecución supranacional de determinados delitos cometidos por responsables de los Estados, tal como lo plantea la constitución de la Corte Penal Internacional?
¿Llega ahora la política chilena al mundo feliz o a la 'reconciliación'? Probablemente, no
Pinochet vivirá su invierno gozando de pensión y fuero, en su plácida casa de campo
La detención de Pinochet en Londres a finales de 1998 -a petición del juez Baltasar Garzón- avivó la polémica sobre cómo juzgar a los dictadores, pero en cierto modo distorsionó la comprensión de la verdadera relevancia de Pinochet en la política interna chilena. Cuando el militar es arrestado, tenía ya casi una década de haber dejado la presidencia, una buena parte de los mandos militares chilenos habían sido renovados por jefes y oficiales más jóvenes y poco vinculados al golpe de Estado que encabezó el dictador, el segundo Gobierno democrático (de Eduardo Frei) estaba consolidado e iniciaba el tercero (de Ricardo Lagos), y las encuestas mostraban que a siete de cada 10 chilenos el tema Pinochet les tenía sin cuidado. En otras palabras, el tejido de la operación para retirar a Pinochet del Senado (al cual de hecho ya no asistía) y archivar sus juicios parece haber sido el corolario natural de un caso crecientemente marginal en los asuntos de fondo de la política chilena.
La segunda consideración tiene que ver con la visión de los actores políticos -en especial del presidente Ricardo Lagos- para dar por terminado un asunto improductivo para Chile. La positiva valoración que todos los partidos -con la excepción del extraparlamentario Partido Comunista- y el Gobierno han hecho del cerrojazo revela que los chilenos tienen claro cuáles son las cosas importantes para su futuro -modernizar la economía, reducir la desigualdad- y cuáles no: anclarse interminablemente en el pasado y reducir la política a un asunto judicial.
No es un dato menor que haya sido precisamente en la gestión de Lagos (y con su obvia y efectiva participación) cuando esta cicatriz se cierre, al menos desde el punto de vista jurídico. Recuérdese que Lagos venía de la izquierda socialista, que había sido detenido en tiempos de la dictadura y que, aún con Pinochet en el Gobierno, ganó en 1989 un célebre debate televisivo días antes del plebiscito que echó al viejo del poder.
Que haya sido ahora ese presidente quien, según distintas fuentes chilenas, encargue a su jefe de las Fuerzas Armadas, Juan Emilio Cheyre, que opere la decisión; que haya sido ese militar quien gestione ante los tribunales el sobreseimiento y negocie con Pinochet su retiro; que haya sido el respetado arzobispo católico de Santiago, Francisco Javier Errázuriz, quien atestigue la renuncia de Pinochet y entregue la carta al Senado, y que el presidente de éste, Andrés Zaldívar, logre la valoración unánime del hecho por parte de los partidos con representación parlamentaria, refleja bien que las transiciones democráticas exitosas requieren muchas cosas, pero dependen, como diría Juan Linz, principalmente de una: la calidad, el profesionalismo y la eficacia de sus políticos.
¿Llega ahora la política chilena al mundo feliz o, al menos, a la 'reconciliación'? Probablemente, no. Por un lado, para que Chile sea una democracia moderna y homologable tenía, desde mucho antes y la solución judicial apresura su necesidad, un largo camino por recorrer y que consiste, entre otras cosas, en reformar la Constitución y la legislación secundaria para suprimir un inequitativo y poco democrático sistema electoral y hacer que la composición del Congreso refleje con mayor fidelidad las sensibilidades del electorado; eliminar un Consejo de Seguridad Nacional, integrado paritariamente por representantes militares y del Gobierno, que maniata algunas decisiones presidenciales y, por lo mismo, hace imperfecta la subordinación del Ejército al poder civil, y aprobar la ley de divorcio. Y, por otro, aunque cada vez con mucha menor presencia, es natural y legítimo que, tanto entre la izquierda comunista como para los grupos de derechos humanos y los familiares de los detenidos y desaparecidos, el arreglo del caso Pinochet es no sólo una bofetada por la impunidad que conlleva, sino también un revés político al haberse producido, justamente, bajo un Gobierno de orientación progresista.
No deja de ser una acre paradoja, por último, que tales hechos ocurran al mismo tiempo en que empieza a funcionar la Corte Penal Internacional, creada precisamente para enjuiciar los crímenes cometidos por dirigentes o dictadores de los Estados (en cuyos supuestos podría haber caído el propio Pinochet), aunque, visto de otra forma, es muy probable que precisamente el sentido de oportunidad haya impulsado al Gobierno chileno a acelerar la decisión antes de que ésta fuera llevada a una instancia supranacional. Para muchos, ello es moralmente muy cuestionable, pero, desde el pragmatismo político, era ciertamente una solución eficaz.
Para los simpatizantes pinochetistas y para el propio dictador ésta ha sido la salida más conveniente. A fin de cuentas, Ceausescu, por ejemplo, terminó asesinado con su mujer, y sus cuerpos despedazados yaciendo sobre la nieve de Bucarest. Pinochet, en cambio, vivirá su invierno gozando de pensión y fuero, en su plácida casa del campo chileno.
Otto Granados es profesor de Relaciones Internacionales en el Tecnológico de Monterrey y fue embajador de México en Chile (1999-2001).
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