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Columna
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Sobre pactos y rupturas

Josep Ramoneda

Utilizar argumentos técnicos y científicos para justificar o enmascarar decisiones políticas es una de las tareas que más horas ocupa a los gobernantes. En realidad, desde que la izquierda entró en el llamado consenso de Washington, renunciando a proponer cualquier alternativa, prácticamente todas las decisiones políticas se presentan como la simple aplicación de imperativos técnicos avalados por el saber de los economistas. Cuando lo que está en juego son cuestiones en que lo simbólico ocupa el primer plano, el recurso a la autoridad de los científicos es mucho menos eficaz. Y si, además, los científicos no consiguen ponerse de acuerdo, entonces el que toma la decisión queda definitivamente en evidencia. Es lo que le ha ocurrido a la ministra Pilar del Castillo en la cuestión de los llamados papeles de Salamanca.

Los papeles de Salamanca, como todo el mundo sabe, son los archivos de la Generalitat de Cataluña confiscados por los vencedores de la guerra civil. La disputa es de carácter estrictamente simbólico. Los intentos del Ministerio de dotarse de argumentos técnicos en la era de la información son ridículos. La unidad de archivo de la guerra civil puede quedar bien como argumento retórico, pero no resiste ni la prueba de los documentos -muchos de los materiales del archivo de la Generalitat son anteriores a la guerra y otros archivos muy importantes de la guerra no están en Salamanca- ni la prueba de la técnica, hoy en día no es necesaria la agrupación física de los materiales para unificar la información sobre un tema cualquiera. Por tanto, la cuestión es mucho más simple de lo que inútilmente se pretende hacer creer: ¿Tiene que devolverse a la Generalitat de Cataluña sus archivos incautados por el régimen de Franco? El Gobierno -al apoyar la decisión de las autoridades de Salamanca- está diciendo: 'No'. Es decir, está validando un acto amparado en el principio de conquista que da todos los derechos a los ganadores de la guerra. Que la historia fue así no hay ninguna duda. Pero la transición democrática fue hecha con la idea de restablecer los equilibrios entre ganadores y perdedores. Y la cerrazón de la ministra se inscribe en la lógica predemocrática. Al nacionalismo español le cuesta modernizarse.

A Convergència i Unió le ha ido de perlas. Es el principio político de oportunidad: que más quieren, en plena escenificación, conforme al ritual preelectoral, del distanciamiento con el PP, que éste les sirva en bandeja un agravio simbólico. Es la mejor dieta para la salud del nacionalismo. Y Pujol ha corrido a celebrarlo. Han sido las juventudes de su partido -los jóvenes siempre son merecedores de los más jubilosos cánticos- las depositarias de la última versión de la canción del verano pujolista (es decir, la que lleva repitiendo hace 25 años con pequeñas variantes musicales fruto de la coyuntura). Hay una ideología hostil a Cataluña que podría acabar con el pacto constitucional, dice el presidente. PP, PSOE, todos en el mismo saco, tienen un único proyecto para Cataluña: que sea 'como la provincia de Cuenca'.

Todo nacionalismo, el catalán también, choca siempre con esta misma tentación: la del desprecio. Siempre hay alguien al que se menosprecia para realzar la propia posición. Son los límites del discurso del hecho diferencial: del 'somos diferentes' al 'no somos un país cualquiera' hay una distancia muy corta, que se salta con demasiada frecuencia. La propia diferencia no puede ser nunca argumento contra los demás. Y es un mal camino presentarse como portador de derechos distintos a los que tienen las demás regiones. Uno puede pedir lo que considera la plenitud de derechos para sí, pero no puede negar a los demás que, si lo quieren, se pongan a su mismo nivel. La política no puede convertirse en cuestión de celos del que tiene más respecto del que tiene menos.

Ésta es una de las debilidades recurrentes del discurso de Pujol. Otra, que le da su tinte añejo, es la creencia de que todavía el nacionalismo catalán puede vivir fundamentalmente de lo simbólico. En este punto es donde el discurso de Pujol está perdiendo eficiencia. Para bien y para mal, vivimos en sociedades cada vez más pragmáticas que en la balanza entre el poder real y el poder simbólico cada vez miran más del lado del primero. Y, sobre todo, vivimos en Cataluña cierta fatiga de la comparación recurrente con Madrid, de la querella permanente con el resto de España y de la eterna repetición del mismo lamento. De modo que hay que señalar un camino en que la cooperación necesaria y la tensión inevitable se inscriban en una idea clara del papel de Cataluña en el mundo.

¿Es el pacto constitucional el que debe ser cuestionado en este momento? ¿Por qué Pujol que en otros momentos se ha opuesto a otras iniciativas de revisión de la Constitución sale ahora con este cirio? ¿Sólo por oportunismo electoral? Una revisión de la Constitución española, después de 25 años de rodaje me parecería perfectamente razonable. Insinuar la ruptura del pacto constitucional me parece inoportuno dada la gravedad de la situación en el País Vasco.

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Más bien el pacto que hay que replantear es, como decíamos en el documento sobre 'El futuro económico de Cataluña' del seminario de Economía del CCCB, 'un pacto no escrito con el Estado, en virtud del cual Cataluña pagaba más impuestos que nadie (y tenía probablemente un déficit fiscal más elevado del que le correspondía) y a cambio tenía asegurado un mercado español, más allá de la competitividad de sus empresas (que competían en condiciones de ventaja respecto de otros países)'. Esta situación ha cambiado: Cataluña tiene que competir en condiciones de igualdad en todo el ámbito europeo, y 'sigue teniendo un déficit fiscal muy grande, y ahora no recibe, en cambio, lo que recibía antes'. Infraestructuras, inversión en investigación y desarrollo: éste es el pacto que hay que plantear con urgencia. Y sin que la Generalitat rehuya sus responsabilidades. Pero esto es menos efectista para una escuela de verano y más duro en el día a día.

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