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El buen trabajo de monseñor

Lo más difícil de resolver era el traslado del cadáver. Tenía que ser fuera de la Argentina, donde estaba expuesto a escrutinios incesantes. Pensó en Uruguay, en México, en Alemania. Un visitante asiduo del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), el sacerdote Francisco Rotger, le ofreció la solución: dejar el cuerpo al cuidado de la Iglesia. Rotger pertenecía a la orden de San Pablo y conocía en detalle todos los movimientos que Perón había hecho para sacar de Alemania a ex nazis peligrosos, como Mengele y Eichmann. 'Sin los albergues secretos que ofrecía la Iglesia, esos rescates no habrían sido posibles', les dijo Rotger. 'Pusimos esos recursos al servicio de Perón hace diez años. ¿Por qué habríamos de negárselo a ustedes?'.

El sacerdote Francisco Rotger le ofreció la solución: dejar el cuerpo al cuidado de la Iglesia
El coronel tenía ahora una misión en la que ya había fracasado dos veces: matar a Perón
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La orden de San Pablo se encargaría de encontrar una tumba anónima, en cualquier lugar de Italia, y protegería el traslado. 'Pero el responsable de la operación tiene que ser usted, Cabanillas', dijo Rotger. El coronel no era hombre de estrategias sofisticadas sino de acciones simples. Si se necesita un pasaporte italiano para la muerta, reflexionó, entonces debo conseguirlo en el consulado sea como fuere.

'¿Se acuerda de un robo que denunció el cónsul italiano en marzo de 1957?', pregunta el coronel, con los ojos brillantes de astucia. No, no lo recuerdo, digo. 'Salió en los diarios. Fue un robo con fractura. Se llevaron dos cuadros, máquinas de escribir y pasaportes en blanco. Lo hicimos nosotros. Nos importaban sólo dos de los documentos. Nos apropiamos de todo lo demás para disimular'.

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Tardaron sólo tres días en fraguar los papeles que se necesitaban para el traslado del cadáver: el pasaporte de la muerta y de su acompañante, el certificado de defunción, el testamento. Luego, acudieron a las oficinas del cónsul para pedir la repatriación de los restos. A la muerta le habían asignado ya el nombre falso con el que afrontaría sin trastornos los catorce años siguientes: María Maggi viuda de Magistris. Los otros papeles se fraguaron para el devoto cuñado que la acompañaría en el viaje: Giovanni Magistris.

En vísperas de la travesía a Italia, y con la ayuda de un solo hombre, el mayor Alberto Hamilton Díaz, sacó el ataúd de su escondite y lo depositó en el camión de una empresa de mudanzas, estacionado a cincuenta metros de su oficina. La tarde antes había dado franco a todo el personal, retirado las guardias y asegurado, con una patrulla de suboficiales que venían de seis provincias y no se conocían entre sí, la absoluta soledad de la calle. Nadie sabía nada. Nadie lo supo nunca, dice, regresando por fin al sofá.

A veces se le escapa uno que otro tic. Guiña involuntariamente el ojo izquierdo, le tiemblan las comisuras de los labios. Pero por lo demás su expresión es impasible. Sólo la papada va y viene, como un oleaje manso. Le ofrezco té. ¿O prefiere un dedo de Jack Daniels, con hielo? El coronel aparta mi oferta con un gesto desdeñoso de las manos. Sólo agua, responde. Nunca bebo otra cosa.

Si el padre Rotger conocía el secreto, le digo, debió informar al superior de la orden de San Pablo, con lo que ya eran dos más los que sabían. Y el superior, a su vez, debió de confiarle la historia al Papa, con lo que ya eran tres. 'Por fortuna, el Santo Padre era entonces Pío XII', informa el coronel. 'Estaba muy enfermo y murió al año siguiente. Había sido misericordioso con los alemanes que huían en 1947. ¿Cómo no iba a serlo con una mujer a la que había conocido en vida? Nunca tuve la menor duda de que de esos hombres jamás saldría una sola palabra. Si la Iglesia fuera incapaz de guardar secretos, habría desaparecido hace mucho'.

El 23 de abril de 1957, el coronel repatrió los restos de la falsa María Maggi de Magistris en la bodega del transatlántico Conte Biancamano. El propio cónsul de Italia estaba en la dársena, sólo para asegurarse de que el ataúd no tuviera tropiezos. Sobre la travesía, el coronel cuenta una historia que los hechos desmienten: 'El destino final del barco era Génova. El cajón que conseguimos para el traslado era enorme, y el cuerpo de la Eva demasiado chico. Para que no se bamboleara, tuvimos que rellenarlo con polvo de ladrillo, con la mala suerte de que en el puerto estaban embarcando también el cadáver de un director de orquesta famoso, Arturo Toscanini. Pesaron las dos cajas: la de Toscanini marcó 120 kilos, la de Eva casi 400. Cuando los envíos llegaron a Génova, la diferencia de peso hizo entrar en sospechas a los agentes aduaneros. Pensaron que estábamos contrabandeando armas o alguna otra cosa. Por fortuna, en el puerto estaba esperándonos monseñor Giulio Maturini, superior de la orden de San Pablo. Fue él quien intervino para que no se abriera el cajón. Les dijo a los agentes aduaneros que cometerían sacrilegio y así los disuadió'.

Pocas horas después, el féretro fue trasladado al cementerio Maggiore, en Milán, donde quedó en una tumba provisional, al cuidado de una monja de la orden de San Pablo llamada Giuseppina Airoldi, quien había servido como misionera en Argentina cuando Eva era todavía una niña. Con extremo celo y diligencia, la hermana Giuseppina compró un lote en el jardín 41, sector 86 del cementerio, y ordenó abrir allí una tumba revestida de cemento. Encomendó una lápida de granito gris con una cruz de un metro de altura. Sobre la losa, hizo grabar esta inscripción: María Maggi viuda de Magistris 23-2-51. Requiem.

Fue una obra maestra de sigilo a la que retrospectivamente podría señalársele un solo error. El título de propiedad de la tumba, válido por 30 años, fue puesto a nombre de alguien que no tenía relación alguna con la difunta: el coronel Héctor Eduardo Cabanillas. 14 años más tarde, en 1971, ese detalle estuvo a punto de arruinar la trama que con tanta paciencia habían tejido la Iglesia y los militares argentinos.

El coronel sintió que aún le faltaba un último paso: entrevistarse a solas con el presidente Aramburu. Le pidió una entrevista reservada. Dos días después se paseó con él en los jardines de Olivos. Le entregó un sobre lacrado en el que estaban todos los datos de la tumba y un documento notariado por el cual Cabanillas cedía al Gobierno argentino la propiedad de la tumba. El presidente rechazó el sobre. 'No, coronel', le dijo. 'No quiero ver absolutamente nada. Cuanto menos sepa de esta historia será mejor para todos. ¿El cadáver está en un cementerio cristiano?'. Sí, mi general, respondió Cabanillas. Todo se hizo como usted ordenó. 'Para mí, entonces', dijo el presidente, 'este asunto ha terminado'.

El coronel depositó los papeles en la caja de seguridad que estaba a su nombre, en el Banco Francés, y dejó de pensar en el cadáver. Tenía ahora una misión más importante, en la que ya había fracasado dos veces: matar a Perón.

'Usted dirá que la tercera iba a ser la vencida', supone el coronel, sucumbiendo a otro de sus lugares comunes. 'También nosotros creímos eso. Jamás planificamos un atentado con tanto esmero, tanta atención por el detalle. Perón debía morir y nada iba a evitarlo. Olvidábamos algo elemental: el hombre propone, pero el que dispone es Dios'.

Cada vez que la lluvia deja de caer, el jardín de la calle Venezuela se inunda de insectos voladores que van y vienen en bandadas compactas, ellos también como una lluvia fina. Hay mariposas blancas y hormigas aladas, de color herrumbre, que a veces se lanzan contra los vidrios de la ventana. 'Habrá que ponerle más cuidado a esos rosales', dice el coronel. 'Seguro que, si buscan entre las raíces, van a encontrar dos o tres hormigueros. No hay nada tan resistente como las hormigas. A veces pienso que cuando las explosiones atómicas hagan desaparecer el mundo, tres especies saldrán intactas del fondo de la tierra: las cucarachas, las ratas y las hormigas'.

A medida que avanza la tarde lo va derrumbando la fatiga. Trata de mantenerse de pie, camina erguido, finge gallardía. Pero a intervalos cada vez más breves, el dolor lo acosa y cae, doblado, en el sofá. En lo que resta de la tarde, va a contar la historia del atentado en Caracas con imprecisiones y lagunas, pero más tarde podré verificar que la sustancia de los hechos es verdadera. Se interrumpe a menudo para tomar aliento. Yo nada digo. Dejo que el relato fluya, porque he leído en los diarios parte de lo que sucedió y, sin embargo, lo que el coronel cuenta ahora es asombroso y nuevo.

Evita y Juan Domingo Perón saludan desde un coche descubierto en Buenos Aires.
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