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Columna
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¿Estado de la nación sin estado del mundo?

Andrés Ortega

Cuando llega la hora de la política se suele olvidar la de la globalización. Parece mentira, pero, por lo que indica el guión del Gobierno, entre hoy y mañana se va a debatir en el Congreso sobre el estado de la nación sin prestar la debida atención al mundo exterior; aunque inevitablemente se entrará en el conflicto del islote de Perejil y unas relaciones entre Rabat y Madrid que son estratégicas para ambos y deberían tener otro cariz. Pero el estado de Perejil no es el estado del mundo ni el de la nación.

Muchos de los problemas internos -desde la reforma laboral, la crisis bursátil o los nacionalismos- tienen mucho que ver con lo de fuera. Así, la entrada de países pequeños en la UE puede alimentar las tendencias independentistas en algunos nacionalismos como el vasco o el catalán, cuando debería ocurrir lo contrario: los intereses de Cataluña o el País Vasco pueden verse mejor defendidos si España gana peso en la UE y se logra una articulación leal entre las comunidades autónomas y el Gobierno central en materia europea. Importa mucho la idea de Europa que se tenga. Es de esperar que Ana Palacio en Exteriores aporte más claridad al respecto. Al menos, se podrá dar a sí misma instrucciones claras, y quizás se pueda esperar que la diplomacia española empiece a recibirlas.

En la actual coyuntura, el estado del mundo es especialmente preocupante, y su evolución en los próximos meses nos afectará de modo directo. Los planes de EE UU para atacar a Irak, su despreocupación de los palestinos, la tensión entre India y Pakistán, con Al Qaeda enredando por medio mientras Afganistán sigue en el candelero, forman un arco de crisis en el que se puede desencadenar una reacción de imprevisibles consecuencias, especialmente si la chispa salta en momentos difíciles para la economía, con Bush y Cheney en apuros por sus actividades empresariales pasadas y cuando la distancia entre Washington y Europa está en un grado no alcanzado desde la crisis de Suez en 1956, pues difieren cada vez más en su visión del mundo. ¿No debería debatirse de todo esto que, para bien o para mal, afectará a nuestro bienestar?

Factor de preocupación añadida es que empiecen a parecer normales situaciones como la invasión del poder judicial por diversos Ejecutivos o personajes que hace un par de años resultaban excepcionales, como Haider en Austria; la participación en el Gobierno de Italia -encabezado por un primer ministro que legisla a la medida de sus intereses particulares- de partidos que poco tienen que envidiarle al austríaco, como la Alianza Nacional y la Liga del Norte, o que en Francia un presidente, tras haber salvado a su país de la extrema derecha, se vea protegido por el cargo frente a acusaciones de corrupción, aunque no contra los fanáticos como el que ayer trató de disparar contra Chirac. En fin, ante cada uno de los integrantes del G-8 o del actual Consejo Europeo habría que preguntarse como Allen (Woody): '¿Le compraría usted un coche de segunda mano?' La crisis de liderazgo es patente.

La política en democracia es esencialmente local, pues no hay marco democrático para lo global, que, sin embargo, pesa cada vez más. ¿No se merece la nación un debate sobre el estado del mundo? Olvidar nuestras circunstancias no resulta neutral. El hecho de que los europeístas no hablen a fondo de Europa deja el campo político libre a los antieuropeos y el no hablar a fondo del mundo exterior alimenta también la xenofobia interna. Si la política nacional se muestra impotente ante la globalización, la ciudadanía seguirá distanciándose de la política. Desde sus inicios, este periódico, que significativamente se llama EL PAÍS, también significativamente se abre por la sección de Internacional, aunque la globalización haya hecho que desborden las habituales divisorias.

aortega@elpais.es

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