El olivo erótico
Era un joven ambicioso, que le echó la vista encima al festín del mundo, y rubricó sus derechos en el slip que comprimía toda la bravura de sus testículos de tigre siberiano. En verano, aquel joven vendía globos de colores, por las playas del sur, y de madrugaba percibía una pasta por los cortejos de piscina, a esposas solitarias y de amores imperiosos. Un día, liquidó aquel comercio ambulante y se dedicó al regateo de monumentos arbóreos, en los valles del norte, de donde era natural. No le importó cambiar su slip por unas bermudas de Ralph Lauren, ni su bicicleta por una potente BMW. Volaba de la arena a los abruptos valles, para consumar tratos de ventaja con los agricultores desolados por las inclemencias del meteoro y del mercado. Luego enviaba máquinas y mano de obra oscura y sin papeles, para que arrancaran cuidadosamente las corpulentas criaturas.
Qué negocio tan próspero. Se lo procuró una hermosa mujer, en la alcoba de su chalé, la noche en que degustó unos pezones de cañamiel, y unas ancas firmes y tatuadas a bocado limpio. Casi siempre, compartían alcoba y juegos con una muchacha universitaria, que investigaba la filiación y escribía la crónica de cada uno de aquellos olivos. Por supuesto, el no sabía nada del tal Polibio, ni de los edetanos con sus toros embolados, ni de la ferocidad de Cabrera. La historiadora, que era capaz de lubricar su sexo, hasta el origen, le dijo que los árboles guardaban memoria de crímenes, de violaciones y de matanzas, perpetrados a la sombra de su enramada. Un día, después de descubrir y apalabrar un monumental ejemplar, la muchacha investigó su edad y las pasiones y crueldades de las que había sido testigo. Cuando lo desarraigues, no te asustes: verás los restos de tres individuos. Guerrilleros republicanos, dijo, mientras le entregaba una nota. Entonces, leyó en ella el nombre de su abuelo, asesinado por una partida de fascistas, bajo la mirada impertérrita de una pareja de civiles. El joven salió del chalé, cogió la BMW y desapareció velozmente en la noche. Nunca nadie lo ha vuelto a ver.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.