Gen ética
Desde el origen de los tiempos se ha planteado al raciocinio humano el conflicto entre lo factible y lo admisible, entre el uso correcto o inadecuado (incluso perverso) del conocimiento. El conocimiento siempre es positivo. Su aplicación puede no serlo. Desde siempre: un martillo, por ejemplo, puede emplearse como arma 'blanca' en lugar de percutir sobre el cincel o sobre un clavo. Por ello, si bien fue la bioética el gran protagonista de la emergencia social de este tema, por las delicadas y controvertidas cuestiones que planteaba, los principios éticos universales deben aplicarse a todas las ciencias. La puesta en práctica de saberes y técnicas que pueden, por su impacto global o concreto, afectar aspectos esenciales del ser humano, debe guiarse por unas pautas bien establecidas y reconocidas a escala planetaria.
Hace una veintena de años intervine en un simposio organizado por Unesco, que tuvo lugar en Barcelona, sobre Manipulaciones genéticas y derechos humanos, en el que se trataba ya de definir los límites e interfases propios de los impresionantes progresos efectuados en biología molecular y genética, y las repercusiones de toda naturaleza que podrían derivarse si se utilizaban indebidamente. Una conclusión muy expresiva e inteligible fue que, en principio, para superar obstáculos a la fertilidad, por ejemplo, podían realizarse manipulaciones con los genes, pero no en los genes, ya que el genoma es un patrimonio personal, con una secuencia o 'lectura' determinada, que conduce a cada ser humano único. En el excelente congreso sobre Ética y medicina, organizado en el Instituto de Estudios Avanzados de Valencia por Santiago Grisolía y coordinado por Francisco Vilardell, en marzo de 1987, planteé, en una conferencia que llevaba el mismo título que el presente artículo, la necesidad de profundizar en conceptos tales como 'personalización', 'individualización', 'embriogénesis' o proceso que lleva desde la fecundación al embrión, y la evolución de éste al feto. Citaba a los profesores Diego Gracia, Lacadena, Gafo, Zubiri..., que, desde distintos ángulos, habían reflexionado sobre materias fronterizas y vidriosas, iluminando perfiles que no deben traspasarse sin conocer a fondo las distintas facetas y, en su caso, adoptar las cautelas pertinentes.
Ya entonces quedó muy claro, en las distintas contribuciones al congreso, que era imprescindible precisar el significado de términos que, utilizados impropiamente, podrían desvirtuar completamente los complejos temas que se trataba de abordar y esclarecer. Cuanto más confusa y complicada es una cuestión, mayor exigencia conceptual, mayor concreción en el significado de las palabras. De otro modo, podría suceder lo que luego referiré: los gobernantes, los parlamentarios, los medios de comunicación y, a fin de cuentas, los ciudadanos en su conjunto, se verían inmersos en un vendaval de noticias científicamente inexactas, objeto de conjeturas cuando no de tergiversaciones interesadas, que preocupan innecesariamente a todos ellos y alteran la apacibilidad de su vida cotidiana, ya suficientemente convulsa por otros motivos.
En 1991, a la vista de los excepcionales descubrimientos realizados en el desciframiento 'del lenguaje de la vida', y alarmado por la posible tentación -en la que Hitler y sus secuaces habían fracasado cuando sólo disponían de los procedimientos de la genética mendeliana- de predeterminar las características de seres humanos, establecí, con el acuerdo de la Organización del Genoma Humano, un Comité Mundial de Bioética para analizar las múltiples dimensiones de un problema que suscitaba una extraordinaria atención en todo el mundo. Presidido por la jurista francesa Noëlle Lenoir, el Comité elaboró la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos, que fue unánimemente aprobada por la Conferencia General de la Unesco en noviembre de 1997 y refrendada, también unánimemente, por la Asamblea General de las Naciones Unidas un año más tarde. Su artículo undécimo reza así: 'No deben permitirse las prácticas que sean contrarias a la dignidad humana, como la clonación con fines de reproducción de seres humanos. Se invita a los Estados y a las organizaciones internacionales competentes a que cooperen para identificar estas prácticas y a que adopten en el plano nacional o internacional las medidas que corresponda, para asegurarse de que se respetan los principios enunciados en la presente declaración'.
Que nadie, pues, se llame a engaño: está bien establecido, con el apoyo de todos los países del mundo sin excepción y de todas las comunidades científicas, que la clonación humana no debe aplicarse a efectos reproductivos. Quizás fuera factible, pero la humanidad ha decidido que no es admisible éticamente, que atenta gravemente a la dignidad de la especie humana y al patrimonio genético de cada persona, que nadie tiene el derecho de modificar, diseñar, preestablecer.
Por ello me parece intolerable que se publique con gran estruendo mediático que un ginecólogo italiano, cuyo único mérito para su notoriedad es la provocación y el anuncio de la transgresión de las normas convenidas, está llevando a cabo la 'gestación' de seres clonados, sin que la justicia italiana -a falta de un código de justicia mundial- anuncie en unas horas que ha actuado como procede con este aprendiz de doctor Mengele del siglo XXI. Todos los países deberán disponer de los órganos de asesoramiento -sobre todo, parlamentario- que les ilustren en temas de esta índole. A su vez, si existiera -como es apremiante que suceda- una Organización de las Naciones Unidas reforzada y respetada, las transgresiones a escala internacional hallarían también la rápida solución exigible.
Hay que partir de una base: la comunidad científica merece confianza. En 1974, Paul Berg, gran biólogo molecular norteamericano, pidió, en el 'grito de Asilomar' (porque en esta ciudad californiana tenía lugar una reunión mundial de microbiología), que nunca se realizaran experiencias que pudieran conducir a la transformación de bacterias inocuas en patógenas. Han pasado los años suficientes para concluir que estas posibilidades no se han llevado a la práctica y que, en cambio, han sido muchos los beneficios que se han derivado (nuevos antibióticos, etc.) del mejor conocimiento de la bioquímica y genética microbianas.
Tenemos que realizar un esfuerzo de permanente interacción con los medios de comunicación para evitar contribuir a la confusión y, particularmente, no crear expectativas que, muy probablemente, no se cumplan. Para ello, como adelantaba anteriormente, debemos utilizar escrupulosamente la terminología. El ejemplo más espectacular en la actualidad, que ha hecho correr ríos de tinta y hacer declaraciones total o parcialmente incorrectas o desmesuradas desde muchas instancias, es el de las llamadas 'células madre embrionarias'. Al utilizar indebidamente la palabra 'embrionarias' -es decir, procedentes de o pertenecientes a un embrión- se ha desencadenado, con razón,
una polémica tan acalorada como innecesaria. Porque no son células embrionarias, sino derivadas de células de la masa interna de blastocitos tempranos procedentes de cigotos (es decir, óvulos fecundados), mucho antes de que se adquieran algunas de las primerísimas 'señales' de organización embrionaria. Además, estos blastocitos se hallan en condiciones de inviabilidad, ya que no se anidan natural ni artificialmente. En efecto, en el proceso de embriogénesis no tiene sentido aseverar que el principio y el producto son los mismos, que la semilla es igual al fruto, que la potencia es igual a la realidad. El cigoto posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la potencialidad, la capacidad autónoma y total para ello.
En el año 2002, en la séptima sesión del Comité Internacional de Bioética de la Unesco, Alexander McCall Smith y Michel Revel concluyen: 'Una parte importante en el debate ético sobre la utilización de estas células para la investigación científica terapéutica reposa sobre esta cuestión: ¿qué es el embrión? Si el embrión es un ser humano (o una persona), no debemos hacerle nada que no debiéramos hacer a un ser humano. Si, por el contrario, no es más que un conjunto de células humanas, las condiciones restrictivas son considerablemente menores'.
Son muchas y muy interesantes las contribuciones recientes sobre esta pregunta crucial. Pedro Laín Entralgo, anticipándose mediante la reflexión a esta cuestión, había ya escrito en El cuerpo humano, hablando de la especiación del cigoto, lo que sigue: 'El cigoto humano no es todavía un hombre; la condición humana sólo puede ser atribuida al naciente embrión cuando sus diversas partes se han constituido en esbozos unívocamente determinados a la morfogénesis de los aparatos y órganos del individuo adulto, lo cual comienza a ocurrir con la gastrulación y la formación de las hojas blastodérmicas y, de modo más explícito, con la aparición de la llamada cresta neural... En suma: el cigoto humano no es un hombre, un hombre en acto, y sólo de manera incierta y presuntiva puede llegar a ser un individuo humano'.
Por tanto, serenidad y cada uno a lo suyo. Lenguaje más preciso por parte de los científicos y mayor precaución y reflexión en otros círculos (los religiosos incluidos) antes de pronunciarse sobre temas muy concisos ajenos a su ámbito y preparación. Decir que un cigoto es un ser humano es reducir un largo proceso de diferenciación y 'humanización' a una simplificación arbitraria. Por otra parte, aludir en esta controversia a la 'defensa de la vida' constituye una aseveración en la que todos estarán de acuerdo, pero que elude los aspectos esenciales de la difícil cuestión que se debate.
Los científicos no deben adoptar -rodeados de interrogantes- posiciones dogmáticas en unos campos de múltiples irisaciones conceptuales y, menos aún, en los que entran de lleno en la filosofía y teología. Inversamente, como el papa Juan Pablo II tuvo ocasión de proclamar con toda claridad refiriéndose a Galileo, no corresponde a las autoridades eclesiásticas pronunciarse sobre temas propios de las ciencias experimentales.
Conocer la Declaración Universal del Genoma Humano y observarla, porque lo que debía prohibirse se ha prohibido; abordar aquellos aspectos que surjan o que requieran ulterior deliberación; mantener una estrecha relación e intercambio de opiniones en los comités científicos especializados, sin dejarse arrastrar por soluciones que esquivan, con un grado de cinismo inadmisible, los 'espacios de discusión', pero guardan las apariencias, como pretendía Belarmino con Galileo. En este caso, se utilizarían las células madre 'embrionarias' procedentes de 'líneas extranjeras', suministradas, a veces y para más inri, por firmas comerciales. O se contribuiría a la investigación en la Unión Europea utilizando modalidades experimentales prohibidas aquí... Recuerdo el caso de aquel país europeo que, presionado por las manifestaciones ciudadanas, decidió no producir energía de fisión nuclear... que importa, desde entonces y del mismo origen, de países vecinos.
'Hablando se entiende la gente'. Hablemos sin gesticular en temas de esta naturaleza antes de adoptar posturas inapropiadas y contraproducentes. Todos del lado de la vida, empezando por estos veinticuatro mil seres humanos que se mueren a chorros cada día, en el olvido y la marginación, de hambre sencillamente. Ésta sí que es una 'bomba sucia'. Por cierto, en algunos medios de los países más preocupados por las 'células madre' esta noticia cotidiana no ha sido siquiera mencionada cuando, hace unos días, se celebró en Roma la cumbre de la FAO. Un mundo que invierte cada día dos mil millones de dólares en armas no tiene recursos para evitar la muerte por inanición. O la existencia de los 'niños de la calle'. O de los niños-soldado. O de las adolescentes prostituyéndose en las esquinas de los barrios más adinerados. Todos ellos son, sin lugar a duda, seres humanos. ¿Argumento demagógico? No. No es demagogia. Es saber observar, como decía Rousseau, lo que vemos cada día en nuestro entorno, en nuestra circunstancia. Es una cuestión de consciencia, de conciencia.
Federico Mayor Zaragoza es profesor de Bioquímica de la Universidad Autónoma y presidente de la Fundación Cultura de Paz.
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