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Columna
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Realidad y ficción

'Es que la realidad supera a la ficción' o 'en este caso la realidad supera a la ficción' son dos frases -dos muletillas más bien- que se repiten a menudo a propósito del correspondiente acontecimiento de actualidad. De la primera parece deducirse que la realidad es superior a la ficción; de la segunda, en cambio, se deduce un respeto tan alto por la ficción que indica lo contrario.

Cualquier narrador exigente reconocerá que la realidad va por delante de la ficción, sin duda alguna. De hecho, habrá dudado en más de una ocasión sobre la conveniencia de introducir en su novela una escena tomada de la realidad, de un suceso real, porque le parece que el lector no la creerá. De este tipo de sucesos reales que no admiten, por exagerados, su entrada en una novela es de los que se comenta que, en ellos, 'la realidad supera a la ficción', porque el modo y las características del suceso son extraordinarias. Tan extraordinarias que, valga la paradoja, el suceso parece ficticio, propio de una elaboración de la imaginación desatada. Y, paradoja de paradojas, por eso mismo no tienen cabida en la novela, porque el autor piensa que, debido a su carácter, no serán creíbles, parecerán inverosímiles. Total: ¿qué hacemos con ese suceso real que ni parece real ni parece ficticio? ¿Lo suprimimos?

Pero cuando alguien cuenta una vida enredada, compleja, llena de acontecimientos emocionantes, también se suele decir de él que 'ha tenido una vida de novela'. ¿En qué quedamos? ¿Dónde colocamos a la realidad y dónde a la ficción?

Yo creo que la ficción es superior a la realidad, pero no creo que sea más poderosa que ella. Me explicaré: si hay una fuerza vital en este mundo, ésa es la vida. La realidad es algo así como la constatación de la vida. La ficción es un producto vicario de la realidad: se limita a observarla y formular variantes que, de un modo u otro, imitan a la vida. En todo caso, queda claro que la ficción sin la realidad no es nada.

Y no lo es, entre otras cosas, porque el ser humano es incapaz de inventar formas que no ha visto previamente y extraordinariamente capaz de realizar variantes hasta el infinito de una forma ya vista. Un ejemplo muy sencillo: se han hecho miles de películas de ciencia-ficción, se han escrito miles de guiones o novelas; pues bien, ni un solo extraterrestre deja de recordar, a la hora de ser descrito, a una forma reconocible de la vida, sea una zanahoria con patas o una gelatina autopropulsada. Por seguir con el ejemplo, hasta que vea un marciano real -suponiendo que exista-, no será capaz de inventar un marciano, de crear de la nada un marciano.

Pero la realidad tiene otra característica: que es irreversible. Lo que sucede, sucede; se puede arreglar, reparar, estañar, llorar o superar un acontecimiento, pero lo que ha sucedido, ha sucedido y no tiene vuelta de hoja. A partir de casa suceso, vulgar o excepcional, debemos aprender a vivir con lo que ha sucedido. Eso se llama experiencia, experiencia de la realidad.

Cuando le preguntaron a García Márquez por qué escribía, dio una famosa respuesta que a mí me parece tan ingeniosa como evasiva: 'Para que me quieran mis amigos', dijo. No es verdad. Hay una razón por la que se escribe que, en mi opinión, es común a todo escritor que se respete: para ordenar la experiencia.

Y aquí aparece la superioridad de la ficción. La ficción sí permite volver atrás y borrar un acto para sustituirlo por otro: aquel que más conviene a la intención del autor. Porque en la vida no hay más orden que el desorden de la vida misma; en cambio, en una novela sí que hay un orden: el que el autor elige para narrar una historia producto de la necesidad de ordenar su experiencia, la cual procede del desorden de los acontecimientos de la vida al que todo ser humano debe hacer frente. Por eso, cuando se dice la famosa frase que inicia esta columna, lo que se quiere decir es que, por una vez, la realidad, de manera inverosímil y novelesca, se ha ordenado de tal modo para dar fin a un asunto que parece pura ficción.

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