Dos clases de literatura
El gran día de fiesta de la narrativa del siglo XX empezó aquella mañana de enero cuando Marcel Proust, aterido de frío, regresó a su casa, despreció el café de siempre, aceptó el té que le ofrecía su sirvienta y decidió mojar en él una madalena cuya evocación le dio vuelta a la memoria literaria de Europa. Durante sesenta horas, uno de esos días, la luz de Proust siguió encendida mientras escribía el primer tomo de En busca del tiempo perdido. Los que escuchaban ese relato eran los 44 alumnos que asistieron esta semana a las dos clases de literatura que Antonio Muñoz Molina dio en el Círculo de Bellas Artes de Madrid bajo el título de El juego de la invención.
Con las citas con las que jalonó su memoria literaria podría hacerse un perfil de lo que hay tras la escritura de Muñoz Molina. Por sus dos clases desfilaron autores como Neruda (el de 'la tajante geografía', que le sirvió para explicar el sitio de la clase, la mesa alargada de la sala de dirección del Círculo: él está acostumbrado a hablar en aulas); Julio Cortázar (con una frase irónica suya alertó contra los que escriben demasiado bien; 'hoy he puesto un soneto', decía Cortázar, para ridiculizarlos); san Agustín (se fijó en san Ambrosio, que leía en silencio); Mario Vargas Llosa (uno de los escritores que más admira, cuyo libro La verdad de las mentiras citó como un breviario para quienes piensan que la realidad no es literal); Orson Welles ('la técnica se aprende en un fin de semana'); Goya ('el tiempo también pinta'); Nabokov ('la prisión del tiempo'), Claudio Magris (la frontera como esencia del compromiso literario); Juan Carlos Onetti ('los escritores que tengan que enviar mensajes que envíen telegramas'); Paul Theroux (le dio la frase para su libro citado: 'La diferencia entre literatura de viajes y ficción es anotar lo que el ojo ve y descubrir lo que la imaginación conoce. La ficción es pura alegría')...
Pero, claro, los alumnos también hablaron. Él les condujo a la curiosidad; el académico no despreció ninguna pregunta, las fue acogiendo y redimensionando. Le preguntaron también por los peligros de la escritura, y él citó algunos muy graves, como el de la vanidad. 'Si la vanidad y la soberbia te estrangulan, ahí se rompe el vínculo con la vida'.
Explicó cuáles eran sus dudas y sus métodos (muchas dudas, casi ningún método). Sí insistió en el tono y en la voz que uno ha de alcanzar para sentirse feliz con la escritura, pero dejó bien claro que no hay que escribir siempre, y tampoco hay que escribir demasiado bien. Hay que perseguir la poesía, y lo dijo así: 'El grado máximo de la escritura está en la poesía'. Y otros conceptos dejó sobre la mesa alargada del Círculo: 'La literatura hace central lo marginal. El centro del mundo está en todas partes'. ¿Y usted cómo trabaja?, le preguntaron: 'Tanteando, tanteando', fue su respuesta.
Le pidieron métodos, anécdotas, rasgos que definieran su relación con el lector, y esta vez tampoco dijo nada de lo que a él mismo le pasa, sino que rescató una anécdota de Julio Camba. Este escritor, que no recibía cartas por sus artículos, por fin recibe una comunicación de un lector entusiasmado de Guadalajara. A partir de entonces, Camba vive feliz pero atribulado; cualquier cosa que escribe cae siempre bajo esta duda: '¿Y esto le gustará al lector de Guadalajara?'. La literatura no se hace para cambiar el mundo; y ahí fue donde Muñoz Molina introdujo la frase irónica de su admirado Onetti: el que escriba para enviar un mensaje mejor manda un telegrama.
Nadie tomó té, ni hubo madalenas, pero esa combinación sobrevoló estas dos clases de literatura del autor de El jinete polaco. Al final, un alumno, también agricultor, le dio un obsequio: el dibujo de la sierra de Mágina, el mundo de Muñoz Molina. Le regaló la tierra que él ha hecho el centro del mundo.
Babelia
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