El futuro del nacionalismo vasco
Considera el autor que el debate en el nacionalismo no debe plantearse sobre lo que se niega, sino sobre lo que se afirma.
Quiero proponer un juego de preguntas que tienen como denominador común la preocupación que me suscita la lectura de algunos artículos y apuntes que describen y escriben sobre el futuro político de la sociedad vasca. No es fácil en este panorama tan denso, tan confuso, tan pagado de sí mismo, tan oscuramente claro, encontrar un hilo conductor en la reflexión. La pregunta que me gustaría plantear es la siguiente: ¿hay un pensamiento único en el nacionalismo vasco?
Cómo si no se pueden mantener algunas ideas recurrentes, como las que afirman que el Estatuto de Autonomía está agotado; que su alternativa se encuentra en el soberanismo; que la acción institucional no puede encerrar toda la dinámica política; que existe una manera de ser nacionalista y una comunidad que sostiene tales prácticas; o cuando se recurre al pluralismo como si éste sólo fuera un ejercicio de la retórica política que huye de las consecuencias prácticas de esta afirmación, etc... Podría seguir con una larga denominación de fórmulas al uso, pero necesariamente todas llevan al mismo sitio: ¿para ser nacionalista vasco hay que plegarse y compartir este conjunto de aprioris, o se puede ser nacionalista vasco pensando de otra manera?
Esta reflexión me lleva a plantear otra cuestión, las alternativas al Estatuto. Creo que éste es un camino insuficientemente explorado pero que, en todo caso, hay que analizar con precisión y con honestidad porque, por ejemplo, las estrategias soberanistas, más allá de su actual indefinición, tienen dificultades de enorme calado que no son sólo externas a la sociedad, vasca sino internas. Hay además otro hecho que se desprende de esta argumentación: ¿con qué recursos cuenta este discurso para encarar esta travesía, si es que fuera ésta la que se proponen llevar a cabo? Digo esto porque en algunos casos la respuesta sirve para ver a contraluz nuestro presente y responder ante él con frases lapidarias. Es posible, que si existe, el agotamiento haya sobrevenido por esfuerzos adicionales, pero también por cansancio, cuando no por no saber evaluar los logros cosechados o por no haber reflexionado sobre los límites de la actividad política y sobre las consecuencias que tiene el no límite o la carrera permanente por la superación del actual marco.
El Estatuto ha sido -y seguramente sigue siendo- la fórmula de consenso social, quizá la única que aún queda en pie en los discursos políticos vascos. Siendo coherentes, su 'superación' debiera proceder de otro consenso sobre otra fórmula de organización de la convivencia que pudiese ser socialmente evidente para la mayoría de la población ¿Hay actualmente posibilidades de erigir este consenso? No parece que, hoy por hoy, pueda responderse positivamente a este interrogante, sino todo lo contrario. Negar la viabilidad del Estatuto abre un debate de consecuencias imprevisibles.
Las alternativas a este modelo de convivencia tienen dificultades por varias razones. La primera, por la indefinición de la propuesta. La segunda, porque el Estatuto -el autogobierno vasco- no es sólo una fórmula política, sino el imaginario simbólico que permite a los ciudadanos identificarse con aquél, porque genera bienestar material, seguridad, certidumbre e identidad. La tercera, porque se desconocen los límites del más allá, y sobre todo las consecuencias no previstas del más allá. La cuarta y última razón, porque no está claro que exista, ni la masa crítica, ni las condiciones objetivas para construir el instrumento sin adjetivos. Cosa distinta es que, de tanto moverlo, se descubra, no sin cierta perplejidad, que el Estatuto carece de una definición teórica sólida y que algunos lo vivan como la estación de tránsito, creyendo que en el andén correspondiente puede crearse un escenario de doble vínculo. Es decir se está con él por lo que significa, por lo representa y por lo que aporta, pero estar es la fórmula para no estar.
A su vez, me parece ingenuo no releer las transformaciones estructurales que afectan a nuestro entorno político y que condicionan sobremanera el campo de juego sobre el que uno se quiere mover . Nadie puede asegurar el punto final de este proceso, pero cabe sospechar que, seguramente, de él no salen indemnes las reivindicaciones políticas de los nacionalismos históricos, porque les obliga a rediseñar una concepción de lo que sea el Estado y, sobre todo, cuáles puedan ser los marcos políticos más adecuados desde los que organizar la convivencia.
Las posiciones políticas no deben olvidar que la realidad empírica indica que la sociedad vasca tiene un grado suficiente de bienestar y de crecimiento económico, competencias políticas como nunca antes había tenido a lo largo de su dilatada historia; que la Administración autonómica está bien valorada por la ciudadanía y que, a lo largo de los últimos veinte años, la estabilidad institucional es una realidad y un hecho incuestionable. Llegados a este punto, la paradoja básica y central sale al encuentro: estamos ante una sociedad con un desarrollo económico equiparable al de cualesquiera otras sociedades occidentales, que disfruta de amplias competencias políticas y de gran capacidad de gestión, pero precisamente esto contrasta con la imagen de sociedad sobresaltada, metida hacia adentro por la precariedad de sus mecanismos de cohesión social y política, y por la presión de la violencia de ETA.. La conclusión salta a la vista; es la sociedad vasca una sociedad dinámica que debe encarar la situación que cuestiona de facto los fundamentos de esa sociedad. Esto provoca algunas preguntas evidentes. En la sociedad vasca, ¿qué tenemos que resolver?, ¿asegurar el nivel de vida a los ciudadanos, la cohesión de la sociedad, la paz, la construcción nacional, la estabilidad institucional, la gestión de los asuntos propios? ¿Son todos estos elementos compatibles o debemos elegir y optar por unos u otros valores?
El nacionalismo vasco dispone de tres recursos básicos para situarse en la cartografía del presente. En primer lugar, su estructura de oportunidades está ligada a la idea y a la práctica del compromiso. Podrá preguntarse, ¿compromiso, sobre qué? Pues sobre aquello que ha sabido desarrollar a lo largo de la historia. Compromisos con el bienestar de todos los ciudadanos, con sus señas de identidad, con la defensa radical del pluralismo, con el respeto a las diferencias, con la seguridad y con la protección de las libertades fundamentales, con la ciudadanía y sus deseos de paz. En segundo lugar, con el ejercicio de las competencias, es decir, con la capacidad política y normativa para hacer aquello que se quiere hacer. Éstas no son sino los instrumentos de la estrategia basada en objetivos políticos plausibles y en las metas posibles. El tercer recurso es asumir formalmente el papel de la interdependencia. El reto no es negarla, sino encontrar en ella el hueco y los nodos sobre los que se quiere asentar en la red.
El debate en el nacionalismo no debe ser sobre lo que se niega, sino sobre lo que se afirma; es decir, sobre cómo asentarse en el escenario político sin depender para ello de la conceptualización política y de la praxis resistencialista con la que tan buenos frutos cosechó en otras épocas. Pero, ¿es esto posible? No quiero ser un iluso cuando planteo estas cuestiones, las formulo como posibilidad y sobre todo, como oportunidad. Sé que la historia marca con su sello indeleble la trayectoria del nacionalismo vasco, pero también sé que la línea recta es un concepto geométrico y no político y que poco o nada tiene que ver con las opciones sociales de unos y de otros. Estoy convencido de que el futuro no puede construirse recurriendo al mismo caudal ideático sino revolviéndose contra él y buscando en los referentes empíricos de nuestra sociedad aquello que ya están diseñando las señales de la historia.
Creo que el siglo XXI se presenta lleno de luces y de sombras. Al nacionalismo se le exige que relea el futuro y el presente desde la asunción del cambio histórico. En él no queda otro remedio que repensar la idea de nación; encontrar la vía para resolver la tensión que le provoca el pluralismo estructural de la sociedad vasca. Además, requiere saber cuál es su papel en el Estado y su peculiar relación con el discurso que ha diseñado sobre lo que debe ser el Estado del futuro. Pero si hay un asunto básico a resolver es de la violencia, máxime cuando el esquema clásico de la negociación, hoy por hoy, ha quedado enterrado por mor de la estrategia que sigue la organización armada y cuando es imprescindible diseñar una estrategia que aúne el proceso de implosión al que se ve sometido el entramado radical con la gobernabilidad de las instituciones vascas. Al nacionalismo le ha llegado también la hora de preguntarse por su papel en la sociedad vasca del siglo XXI.
Ander Gurrutxaga es catedrático de Sociología de la UPV-EHU.
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