La verdad sesgada
La vida de Ramón Gaya debería haber sido, quizá, como corresponde a quien ha coronado la privilegiada cumbre de los 91 años, rica en acontecimientos, sobrada de historias, abundante y memoriosa. Sin embargo, y a pesar de haber sufrido en carne propia hechos a menudo dolorosísimos, como la guerra y un largo exilio, no es sino una vida celada por el silencio, por el pudor y la sombra. Donde otros acaso agitaron biografías como la suya, o más pobres, con fines espurios, él eligió la obra, que es, para un creador de su naturaleza, el centro del mundo y la misma decencia, en lo más alto y en lo más oculto, como esa criatura de la que nos habló a propósito de su Velázquez pájaro solitario.
En ese viaje hacia sí mismo y hacia su propia pintura no le ha acompañado nadie más que sus maestros, y estaban todos muertos: Velázquez, Tiziano, los pintores chinos, Miguel Ángel, Rosales, Rembrandt, Van Gogh, y sus amigos, que estaban, como él, dispersos en sus viejos y nuevos mundos, como él solitarios en su propio centro, Cernuda, María Zambrano o Pepe Bergamín. En arte, como los más grandes, no ha tenido contemporáneos.
Tampoco ha necesitado apenas nada para llevar a cabo una de las más originales y personales obras, como pintor y como escritor. Ha sacrificado su biografía por su obra, hecha de realidad y de vida, de vida real y de realidad vivida. Y como todo artista superior, nos la ha dado limpia de polvo y paja, pura, transparente y sabrosa como el agua de una de esas copas suyas tan velazqueñas, tan gayescas. Si tuviéramos que buscar unas correspondencias, habría que recurrir a cierto Mozart de Victoria de los Ángeles o a algunos pasajes de ese Galdós inesperado, carnal y vigoroso. Así que sus pinturas las encontramos siempre un paso por delante de su tiempo, que ha tardado 91 años en encontrarle. Y le ha encontrado como le hubiese encontrado dentro de otros noventa, si ello fuese posible: junto a sus maestros, a sus bodegones, sus copas de aguador, sus homenajes, con la luz sesgada, esa luz de la que también habló Emily Dickinson: 'Di toda la verdad pero sesgada'.
He aquí un creador único, rico de obra porque ha sabido ser pobre de vida; elocuente de matices, porque ha estado 91 años en silencio, y tan bien acompañado de maestros, porque fue a elegirlos donde otros, en un siglo que alardeó de detestarlos, sólo fueron de paso y a la carrera, en los museos. Su centro estaba donde él ha estado y nada, incluido este premio magnífico, y menos a estas alturas, vendrá a sacarle de una obra como la suya, todavía en marcha.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.