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Tribuna:EL ESCUDO FRANQUISTA DE HACIENDA
Tribuna
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Águilas grises, águilas negras

Una de las maneras más crueles e inequívocas para irritar y descolocar el raciocinio de un adversario es hacerlo mediante el ataque y derribo de los iconos y valores de su propio universo simbólico. Por ello, el juego malévolo y/o frívolo en torno a los símbolos es, siempre, extremadamente peligroso. De ahí que el ataque extensivo al euskera y a las ikastolas, tal y como lo practicaba el inefable García Damborenea, la descalificación rastrera y acrítica del nacionalismo vasco como con excesiva frecuencia se hace desde las páginas del poder mediático en castellano o, sensu contrario, la ridiculización ignorante del acervo cultural español y sus más preciados valores simbólicos que se practica con zafiedad desde un bizkaitarrismo indómito, son episodios dolosos de un proceso de afrentas sucesivas que sólo puede conducir a la barbarie. Por ello, para avanzar en caminos de concordia y progreso, y si se quiere llegar a acuerdos de alguna duración, se debe de cuidar en extremo no herir, sea por imposición o por derribo, el universo simbólico del adversario.

Cuando símbolos excluyentes se petrifican en edificios a la manera de escudos, resulta muy difícil eludir su presencia pública, aún cuando la visión crítica y cultural de las fachadas, incluso de sus más relevantes elementos escultóricos pasan desapercibidos para la mayoría de los viandantes. Ahora le ha tocado el turno en la disputa al águila imperial bilbaína, símbolo español de honda raíz tardofranquista que corona de manera insolente, en la Plaza Elíptica, el torpe edificio que fuera Hacienda Pública.

Son tiempos en los que ni a los más olvidadizos del duro franquismo les viene bien sentirse franquistas. Por ello, ahora se formulan peticiones para que se sustituya el águila imperial esculpida en recia piedra berroqueña por otro símbolo más adaptado a tiempos democráticos y constitucionales. Y, a causa de ese espantoso pájaro, pérfido Ziz de mil desdichas, ya está otra vez el lío y la discordia apoderándose de la calle bilbaína, como si ahora fuere oportuno aventar los problemas viejos para alimentar nuevos.

Yo me atrevería a pedir que olvidemos el furor de odios y afectos cuando se refieren a los símbolos, y más cuando estos están esculpidos en lo alto de los edificios. Que no me digan que estamos tratando de problemas técnicos de arquitectura y escultura. Que nadie otorgue ahora certificados de calidad a un edificio que no los ha tenido nunca. Pero que tampoco a estas alturas se acepte como bueno intentar razonamientos lógicos sobre unos elementos simbólicos, como disculpa para enconar históricas afrentas.

Para resolver el problema planteado con el águila del frontispicio de ese triste edificio yo me atrevería a proponer alguna de estas tres soluciones y así salir del atolladero. Por la primera, se trataría de quitar el águila dichosa, que al parecer ya nadie quiere, y no poner nada en sustitución, pues hoy en día a nadie se le ocurre rematar lo alto de la fachada de un edificio con un escudo, ni en piedra ni en cualquier otro material. Para llevar a cabo esta propuesta basta desmontar las piedras y, como las del Muro berlinés, esparcirlas por el mundo. Y luego, bien recomponer la fachada completando los planos vaciados o bien dejarla vacía. Sería un inicio de civilización y tolerancia el apartar de nuestra escena tantas águilas y arranoak más o menos beltza e imperiales, negros símbolos de crueldad.

La segunda de las soluciones se fundaría en valorar, como lo hace una comisión municipal, la 'indisoluble unidad del edificio y la escultura', afirmación categórica por la que pudiera resultar aconsejable derruir ambos. Ello conllevaría, sin duda alguna, construir un nuevo edificio menos dogmático y, a poder ser, de una mejor arquitectura. La solución resulta más costosa, y es posible que sea preciso buscar a alguien que escriba la historia artística sobre el 'estilo imperial', del cual, al parecer, el ejemplar a derruir es un magnífico exponente.

La tercera y más práctica de las soluciones consiste en no dar explicaciones de nada a nadie y dejar el edificio como está. Si a alguien ofende el águila, recomendarle que mire hacia otras arquitecturas bellas y cercanas y que el triste y gris edificio de la Plaza Elíptica continúe arrastrando su vida como hasta ahora, sumido en el tedio y en la mediocridad.

Si se ha de optar por la segunda de las soluciones conviene que alguien y, a su vez, todos reflexionemos, por si antes de gastar unos seis millones de euros (mil millones de pesetas viejas) para hacer el nuevo edificio, quizá convenga ser solidarios, no regodearse tanto en nuestra propia capacidad de conflicto y enviar ese dinero para una pronta renovación urbana de Belén, donde, hoy por hoy, los problemas son más lacerantes y difíciles en su solución.

Iñaki Galarraga Aldanondo es arquitecto.

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