Arafat sale a la luz
La recuperación por Yasir Arafat de una simbólica libertad tras un mes de confinamiento y asedio representa un respiro mínimo en el vértigo de Oriente Próximo. Pero la degradación del enfrentamiento palestino-israelí tras 19 meses de levantamiento hace impensable la reanudación del diálogo entre los dos enemigos históricos sin un esfuerzo titánico y conjunto de los poderes exteriores. El conflicto ha estado ayer en la agenda de la cumbre de Washington entre EE UU y la Unión Europea, y se prolongará en la reunión que Bush mantendrá la semana próxima con el primer ministro Sharon.
La venganza ha reemplazado a la esperanza, y Arafat ha salido en Ramala a un mundo exterior en ruinas, metáfora de lo ocurrido a lo largo de Cisjordania en el mes largo del blitzkrieg hebreo. La misma negociación que ha permitido la liberación del rais es ya abiertamente disputada por los grupos palestinos más extremistas, que no aceptan la entrega consumada de los asesinos del ministro israelí de Turismo y de otros dos dirigentes radicales. Está por verse si el líder de la ANP surge moralmente reforzado de su cautiverio, pero no cabe duda de que el Ejército de Sharon, mediante la destrucción sistemática de los resortes administrativos palestinos, ha cercenado sus posibilidades de ejercer la autoridad en los territorios ocupados.
El Israel de Sharon no admite otras reglas de comportamiento que las de un Estado que se considera por encima del bien y del mal. Ni el primer ministro ha proporcionado a los suyos la seguridad que les prometió ni tiene posibilidades reales -pese a los excesos de su muro defensivo, y en buena medida por ellos- de impedir que el terrorismo palestino siga golpeando. En su ceguera política, y amparado en su férrea alianza con EE UU, Sharon se permite por igual rechazar la discusión con el enviado papal de la desesperada situación en la basílica de la Natividad o impedir la misión investigadora de la ONU sobre Yenín, después de haber dado su visto bueno.
Yenín en particular arroja una larga sombra sobre el Gobierno israelí, que ha ido elevando de forma surrealista sus cortapisas hasta forzar a Kofi Annan, después de una tormentosa reunión del Consejo de Seguridad, a disolver la misión de expertos que esperaba órdenes en Ginebra. Nadie de buena fe puede pensar a estas alturas que Israel no tiene nada que ocultar en el campo de refugiados devastado por su ejército en ocho días de terror. Y a nadie se le podrá acusar de malicioso por creer que la liberación de Arafat es el premio de consolación a cambio de envolver a Yenín en la niebla del olvido.
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