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Tribuna
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La globalización alternativa y el 'éxito' argentino

Es insuficiente adjudicar a la corrupción y a la ineficiencia de la dirigencia argentina la monoexplicación de la debacle, pues ésta exige un análisis más complejo que pueda ser aleccionador no sólo para otros países latinoamericanos, sino también para los países más vulnerables de las asociaciones de países dominantes (Portugal, Grecia, ¿España?).

En el siglo XIX, la guerra civil que definió la identidad nacional y su ubicación en el mundo fue vencida por quienes consideraban a lo ajeno, lo extranjero, como 'civilizado' y expresaban, en cambio, un hondo desprecio por la 'barbarie'; es decir, los sectores populares compuestos por indios, gauchos y mulatos; arrasaron también con las incipientes industrias provinciales, abjuraron de las tradiciones hispánicas y cristianas, combatieron a los caudillos federales hasta imponer el predominio del puerto sobre las provincias. En su mayoría masones, extranjerizantes, especuladores, convencidos de que su patria era sólo viable si comercialmente se entregaba a Gran Bretaña y culturalmente a Francia.

Parecieron tener razón cuando la idealizada 'generación del 80' tuvo un inmenso éxito debido a que las tradicionales commodities argentinas, sus granos y sus carnes, fueron ansiosamente demandadas y generosamente pagadas por los países ricos. Un canciller argentino se envaneció entonces, con escaso patriotismo, de representar a 'una perla más en la corona británica'. Distintos factores, sobre todo la crisis del 30, cambiaron las reglas de juego y se terminó la bonanza para los dueños de la pampa feraz.

Pero lo que no cambió fue una clase dirigente con sus expectativas y sus costumbres 'colgadas' de Europa y más tarde de los Estados Unidos, lo que se acentuó debido a las corrientes inmigratorias que llevaron a que, a principios del siglo XX, hubiese más extranjeros que vernáculos habitando suelo argentino. Hoy una Buenos Aires que todavía se enorgullece de su supuesto parecido con París alberga intelectuales más atentos a los chismes de los cenáculos norteamericanos o europeos que a lo que late bajo sus zapatos.

Esa Argentina desnacionalizada fue campo orégano para la expansión de la globalización neoliberal desde 1976, cuando la dictadura genocida de Videla y Massera se encaramó al poder. A lo largo de estos 25 años de autoritarismo y democracia, munidos de esa centrípeta idealización de lo proveniente de países y consorcios dominantes, desprotegidos por un devaluado orgullo nacional y cebados por los beneficios personales, fueron sus políticos, sus economistas, sus empresarios y sus comunicadores sociales quienes ejecutaron disciplinadamente las instrucciones emanadas de los 'propietarios' de la globalización, como aplicados feligreses de las 'tablas de la ley' económicas y financieras pergeñadas por los organismos financieros y políticos supranacionales (FMI, BM, G-7, etcétera).

Hay mucho para aprender en la crisis argentina, espejo de las convulsiones que, con sus especificidades, también sacude a Colombia, desgarrada por una guerrilla cuyas filas se alimentan por mujeres y hombres desencantados con lo que el capitalismo les ofrece, y a Venezuela, cuyo presidente es menos sancionado por su torpeza y su autocratismo que por sus nacionalistas violaciones al reglamento neoliberal.

Una de las lecciones es la constatación de lo que sucede cuando, como lo desarrolla Joaquín Estefanía en su último libro Hij@ ¿qué es la globalización?, se hacen sinónimos a 'globalización' y 'economía', es decir, cuando se hace de aquélla la planetización de lo económico-financiero y en cambio no sucede lo mismo con los derechos humanos, la justicia social, la conservación del ambiente, la seguridad jurídica.

Las contundencias de las cifras mostraban que la incorporación argentina al capitalismo global era exitosa: crecimiento del PBI sostenido a lo largo de siete años que promediaba el 6,5% anual, récord mundial en inversiones extranjeras, tecnificación industrial que aproximaba a los países líderes, etcétera. Tal 'éxito' mereció en reiteradas oportunidades el reconocimiento público del FMI.

Pero otros guarismos denunciaban el drama de no globalizar la justicia social: las argentinas y los argentinos pobres, es decir, aquellos que deben vivir con menos de 150 dólares mensuales aumentaron hasta alcanzar hoy al 43,8% de la población, licuando a la orgullosa y culta clase media. También los derechos humanos, en su sentido menos retórico, se vieron cruelmente conculcados: suman ahora 6.000.000 de indigentes, es decir, seres humanos a los que se condena a sobrevivir con dos dólares diarios o menos.

Mucho se ha hablado y escrito sobre la corrupción de la dirigencia argentina, intolerable pecado extensible a la latinoamericana. Como si se tratase de una característica racial o genética, simplificación conceptual que sirve para no comprender que la corrupción es inherente al neoliberalismo planetizado, que su devastadora 'instalación' en los países endeudados, al sur del río Bravo, es sólo posible con la complicidad de generadores de opinión, funcionarios, economistas y políticos corruptos. Repito: el despliegue planetario del neoliberalismo sin alma, el que sustituye valores por intereses, tiene como premisa fundamental la corruptela. Allí está Latinoamérica para corroborarlo.

¿Acaso era posible sin corrupción e insolidaridad un trasvasamiento distributivo tan salvaje de humildes a ricos como el de Argentina? Los primeros en 1974 ganaban el 7,8% menos que los segundos, en cambio hoy esa diferencia se amplió a 14,6%. Esto la llevó a quedar entre los 15 países más inequitativos en la distribución de su riqueza y en el ominoso primer lugar entre las naciones con economías de nivel relativamente alto.

Si hubiese sido necesaria una prueba más de que en la dictadura global lo privilegiado son los intereses económicos y no los valores humanos, en la Argentina, discípula de excelencia, se violó el principio fundamental de la seguridad jurídica, el respeto a la propiedad privada: cuando se produjo la devaluación, los capitales golondrinas que hasta entonces habían medrado con el desequilibrio cambiario de un peso arbitrariamente fortalecido por la convertibilidad, tocaron a retirada para desplazar su especulación a mercados más redituables y entonces el Estado no vaciló en incautarse de los ahorros de ciudadanas y ciudadanos depositados en bancos en riesgo de vaciarse de fondos. Su preocupación fue salvar instituciones financieras a costa de perjudicar a las personas, aunque el torpe sismo desencadenado alcanzó también a empresas, entre ellas a las españolas que habían apostado generosamente al crecimiento argentino. Se desata entonces una salvaje puja distributiva, un campo de batalla de lobbies que presionan sobre un Estado debilitado catatónicamente que sólo reacciona en relación al costo político que pudiese irritar aún más a una población furiosa, en estado insurreccional, que aturde con sus incansables cacerolas, que agrede a los políticos, que corta las autopistas, que embadurna con sus excrementos a las instituciones bancarias.

Lo positivo del drama argentino es que muestra descarnadamente los peores efectos de la globalización ideologizada por el fundamentalismo neoliberal, la 'globalización depredadora' al decir de R. Falk. Como si se tratara de la demostración palpable de lo enunciado hace pocos días, en Porto Alegre, por I. Wallerstein, autor del monumental trabajo El moderno sistema mundial: la globalización sería el canto del cisne del capitalismo, la feroz y terminal agudización de sus contradicciones que lo empujan en direcciones imposibles de continuar.

El grito desesperado que desde Argentina se expande hacia todo el orbe, '¡que se vayan todos!', dirigido en apariencia a políticos y economistas, es en realidad una decisión de acabar de raíz con un sistema que ha socavado su bienestar y su futuro. Poner coto a ese 'imperio' posmoderno distinto del tradicional 'imperialismo', según Hardt y Negri, pues no establece ningún centro de poder y no se sustenta en fronteras o barreras fijas. Un aparato descentrado y desterritorializador de dominio que va incorporando la totalidad del espacio global dentro de sus fronteras virtuales y en permanente expansión. Maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales a través de redes adaptables de mando, escapando al control e influencia de los Estados-nación y respondiendo sólo a los intereses planetarios del capitalismo sin patrias, pero con dueños.

En la aún incontrolable difusión de consignas y debates por Internet (¿por cuánto tiempo más?), en la terca resistencia de identidades locales que se niegan a ser arrasadas por la universalización mercadista, en la airada y definitiva decepción del pueblo argentino en las promesas neoliberales, es donde deberán buscarse los resquicios para aprovechar la oportunidad de desarrollar una acción mancomunada entre ONG y partidos políticos nuevos o saneados nacionales con personalidades y organizaciones internacionales que propugnan la globalización solidaria que privilegie lo social, lo judicial, lo ambiental, lo relacionado con los derechos humanos. A través de acciones concretas y posibles que sustituyan a la violencia de piedras y bombas mólotov que sólo sirven a los adversarios que descalifican a los 'globalifóbicos' como alborotadores fashion (es reveladora la cita que Estefanía toma de un artículo del talentoso pero reaccionario M. Vargas Llosa).

Podrá entonces la sufriente Argentina de hoy ser un campo de pruebas para quienes aspiran a una sociedad que pueda dar respuesta positiva a la sonora pregunta de A. Giddens: '¿Podemos vivir en un mundo en el que nada es sagrado?'.

1998.

Mario Pacho O'Donnell es escritor argentino y fue secretario de Cultura de la Nación entre 1994 y 1998.

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