En busca de una identidad
Alemania lucha en Europa y en su interior por un papel que todavía no entiende
'Alemania ya no es lo que era', sentencia con ironía un viajero extranjero en el andén número 2 de la estación de Gütersloh, en Renania-Westfalia, el Estado federado más rico de la nación alemana, más de una década después de la reunificación. Son las 15.18 y el tren a Berlín llega con ocho minutos de retraso.
El canciller Otto von Bismark habría detenido o procesado a media plantilla de la compañía estatal de la Bundesbahn (BB), los ferrocarriles federales, como poco. Los prejuicios sobre Alemania son siempre erróneos, por mucha razón que tengan.
Allí acaba de quebrar la mayor constructora de Europa, Holtzmann, allí se sumergen en sospechas, acusaciones concretas y hechos evidentes y demostrados de corrupción los dos grandes partidos democráticos, el socialdemócrata (SPD) y la Unión Cristianodemócrata (CDU). De toda Europa, es allí donde más gente piensa que podrían vivir mejor solos y a un tiempo se siente más pánico a la soledad o al camino en solitario. Allí es donde el viernes, en la Cámara alta (Bundesrat) se produjo un tumulto parlamentario que asemejaba una reyerta de políticos tercermundistas. Se discutía la nueva ley de inmigración. Y todo ello ha acabado en una crisis constitucional.
Hace tiempo que Alemania dejó de ser ese alumno aplicado en europeísmo
Es el país de la UE más grande, más poblado, más fuerte y, quizá, más inestable anímicamente
Son infinidad las asignaturas pendientes que tendrá cualquier Gobierno alemán
Hace mucho tiempo que Alemania dejó de ser ese alumno aplicado en europeísmo y en corrección política que fue durante décadas bajo el peso de la terrible carga de conciencia del nazismo. Ahora, con la llegada al poder de las primeras generaciones absolutamente desvinculadas de la trágica historia alemana del siglo XX, la política alemana se va pareciendo cada vez más a la de otros países europeos. Y eso irrita a muchos y atemoriza a otros.
Europa se afianza tras el éxito de la nueva moneda única, proyecta una ampliación inminente, busca una política exterior común y aspira a ser una potencia que pueda corregir los nefastos desequilibrios que genera la existencia de una sola voz en el concierto mundial. Pero en este esfuerzo común europeo siempre surge esa discordancia que recuerda a todos los miembros de la Unión Europea que ese miembro suyo entre el Rin y el Odra no es uno más, sino el más grande, el más poblado, el más fuerte y, quizás, el más inestable. Al menos anímicamente.
Alemania, olvidada ya -tan pronto- la era de aquel ambiguo monstruo político que era Helmut Kohl, remotas las convulsiones bajo Konrad Adenauer o Willy Brandt, es un país que ha entrado, tras el terremoto político europeo del año 1989, en una normalidad extraña. Y, sin embargo, ninguno de sus socios acaba de hacerse a la idea de que trata con uno más de los miembros de la Europa Unida. Las suspicacias rebrotan, una y otra vez, como lo hacen los complejos que tienen todos, de una forma u otra, en las relaciones con lo que vuelve a llamarse, con un tono que denota devoción, miedo, respeto y mucha cautela, 'Berlín'.
Este gran país centroeuropeo, máximo poder en una Unión Europea abocada a las dudas hamletianas sobre la existencia de sí misma y su entorno, es un país muy distinto al que detestaba y amaba el escritor Heinrich Böll. O al que sigue repugnando y fascinando, pese a no existir, a otro Premio Nobel de Literatura en lengua alemana, Günther Grass, que acaba de publicar un libro más, fascinante, sobre la memoria reprimida, socavada y enterrada de un pueblo siempre estremecido.
La última novela de Grass trata sobre el hundimiento del Gutloff, un buque alemán que naufragó en el mar Báltico tras ser alcanzado por torpedos soviéticos en la primavera de 1945. Varios miles de ancianos, mujeres y niños murieron en aquel incidente del que los vencedores, pero también los propios alemanes, prefirieron no hablar. Después de lo sucedido, después de lo sufrido y de los crímenes cometidos, hablar era difícil y manifestar intereses propios casi imposible sin caer en un abismo de mala conciencia. Por diferentes causas y prácticamente hasta hoy. La historia sigue presente pero embozada. El canciller Gerhard Schröder no estuvo en la guerra, pero su padre pereció en ella. Como el de su antecesor Helmut Kohl. Schmidt sí fue soldado y Willy Brandt un exiliado al que toda la derecha alemana condenó como traidor hasta su muerte. Axel Springer, dueño de un imperio editorial con el diario sensacionalista Bild a la cabeza, nunca albergó ninguna duda de que Brandt era un espía.
En sus póstumas Cartas desde la guerra 1939-1945, Böll hablaba de una Alemania que había asumido el vuelo de Ícaro, había ambicionado la plenitud y la magnificencia y se había sumido en la crueldad más miserable e inmisericorde. El siglo XX fue, en su trágica forma, un siglo alemán, en su inmensa excepcionalidad, aun incomprensible en sus cotas de terror, pero con inspiraciones intuibles en el siglo anterior, en los votos patrióticos emocionales de Fichte o Heine. Ellos lustraron las alas de Ícaro con su sentimentalismo cuasi morboso y generaron, aquellos los románticos, una escuela de emoción que acabaría siendo el motor intelectual del mayor crimen de la historia.
Una gran alemana nos ha dejado hace pocos días, la condesa Marion Dönhoff, editora durante décadas del semanario Die Zeit con el ex canciller federal Helmut Schmidt. Ella simboliza probablemente mejor que nadie lo mejor de aquella Alemania de posguerra dispuesta al sacrificio extraordinario y a la capacidad de renuncia por principios y conciencia. Muchos de sus amigos de la aristocracia prusiana fueron ejecutados por el régimen nazi tras el atentado contra Hitler cometido por Von Stauffenberg. Ella huyó de Prusia oriental a caballo en medio del terrible marasmo humano que se produjo tras la caída del frente oriental de la Alemania nazi. Se resignó a la pérdida del castillo de Friedrichstein donde había nacido, pero fue además uno de los adalides de la política de reconciliación y apertura al Este de Willy Brandt. Y combatió con brillantez y energía toda política de revanchismo y revisionismo tan arraigada y activa en la Alemania de los años cincuenta y sesenta. Ha muerto a los 92 años dejando una Alemania que nada tiene ya que ver con aquella que la vio nacer.
Los trenes llegan tarde en Alemania. El absentismo es rampante. La entrada en el mundo laboral de los jóvenes estudiantes es la más tardía de Europa. Los laboriosos discípulos del estricto orden de vida que reflejara Thomas Mann en sus cánones de vida alemana de los Buddenbrooks van poco a trabajar los lunes y tienen ya, todos los sociólogos alemanes lo notan, prioridades muy lejanas a la sagrada ética del trabajo que sus antecesores cultivaron.
En Alemania, tras una unificación en 1990 que convirtió de nuevo a este país en el gigante europeo, tras más de cuatro décadas de ser símbolo y víctima de la división entre los dos grandes bloques ideológicos del mundo, están sucediendo muchas cosas que, por necesidad, no cambian sólo la vida de los alemanes, sino la de todos los europeos. Alemania exige un papel internacional acorde con su peso económico y político. Nadie debería molestarse por ello. Pero también hay muchos fenómenos en la sociedad alemana y en la escena política que se reciben en el exterior con sospecha.
Muchos políticos y ciudadanos de los países socios, sobre todos de los vecinos, han reaccionado con inseguridad ante las muestras de autoafirmación alemanas. Sobre todo probablemente por su inconstancia. Los ejercicios de musculatura de Berlín en Bruselas irritan y asustan. La inconsistencia de los mismos más.
Alemania quiere dotar de normalidad a la defensa de sus intereses en la Unión Europea. Cuestiones al respecto que en gobernantes de países como Francia o el Reino Unido jamás generarían la más mínima duda son materia de debate interno -incluso íntimo o personal- en Alemania con un dramatismo que abruma a propios y extraños. El pathos alemán asusta a todo el mundo.
Pero, paradójicamente, no es ese peso histórico el que está hoy marcando conductas en Berlín, ni en el Gobierno ni en la oposición. Son los vaivenes continuos, de la coalición de socialdemócratas y Verdes y de los partidos de la oposición. Ahora, a menos de seis meses de las próximas elecciones, los vaivenes ya se han convertido en fenónemo colectivo que amenaza con paralizar no ya la política alemana, necesitada como nunca de reformas urgentes en el terreno económico. Puede además convertirse en un freno muy inquietante para la política de la Unión Europea y especialmente para el proceso de ampliación.
Son muchos los que en Berlín aseguran que los políticos alemanes llevan ya tiempo pensando en que la ampliación sería mejor nunca que tarde. Por mucho que todos ellos insistan en su inmensa ilusión y esperanza de beneficio común en la expansión hacia el este de la Unión Europea.
Lo que en todo caso parece cierto es que Alemania no está dispuesta a que sus socios le adjudiquen cargas financieras adicionales.
Y el Gobierno actual y el candidato a canciller federal por parte cristianodemócrata (CDU-CSU), Edmund Stoiber, están fomentando unas actitudes sociales que Dieter Wild, un editorialista del semanario de la condesa Dönhoff y Helmut Schmidt califica de 'mentalidad de barricada contra toda modernización y movimiento'. Desde los cambios de las leyes de regulación comercial hasta la reforma educativa son infinidad las asignaturas pendientes que tiene y tendrá cualquier Gobierno alemán.
La esclerosis legal alemana no desmerece en nada a la francesa y está solidificada por una extraña pero aún perfecta alianza entre fuerzas políticas y sociales. Voces aisladas claman en el desierto en favor de esa imprescindible modernización y algunos políticos las jalean sin ninguna intención real de entrar en conflicto con las fuerzas masivas que insisten en que todo siga como está.
Los intentos del Gobierno socialdemócrata de romper con el anquilosamiento legal y social han ido desvaneciéndose y hoy parecen poco más que un rictus.
El escándalo del viernes en el Bundesrat no es más que un ejemplo más del deterioro de la voluntad de consenso en cuestiones de Estado y por supuesto una demostración de la inseguridad de Gobierno y oposición ante las próximas elecciones.
El retorno de la historia
Dicen los polacos, un pueblo castigado por vivir donde vive, que los españoles tienen suerte por tener tres vecinos muy razonables, que son tres P: Pirineos, portugueses y peces. Los polacos conocen muy bien a sus grandes vecinos, que son los rusos y los alemanes. Siglos de tragedias son un recordatorio eterno. Hoy, sin embargo, no es la dramática historia común de polacos y alemanes la que está emponzoñando unas relaciones intereuropeas y planteando serios interrogantes a la propia ampliación de la Unión Europea, cuyo aplazamiento sería una catástrofe y podría poner en peligro la estabilidad interna de algunos países candidatos. Polonia y Alemania han escrito, desde la caída del muro y la revolución democrática en el este de Europa, un gran capítulo de reconciliación. Pero si alguien pensaba que las páginas de la trágica historia de Centroeuropa en el siglo XX estaban definitivamente cerradas se ha equivocado. Los checos y los alemanes han vuelto a recordar y a sufrir las profundas heridas que el nacionalismo primero y el nazismo y el comunismo después causaron a ambos pueblos. La negativa del primer ministro checo, el socialdemócrata Milos Zeman, a cualquier revisión de los dictados del Gobierno checo de la posguerra de expulsión y expropiación de millones de alemanes ha generado un anacrónico pero explosivo debate entre ambos países. El presidente checo Edvard Benes legalizó a posteriori en 1947 la deportación violenta de casi todos los alemanes que habían vivido durante siglos en Bohemia y Moravia. Acusados de ser la quinta columna de Hitler, miles de alemanes murieron y los demás huyeron a Alemania tras la derrota del nazismo. El presidente Vaclav Havel y el anterior canciller alemán Helmut Kohl intentaron buscar una fórmula conciliatoria que no agrediera a la sensibilidad de ambas partes, checos y alemanes de los Sudetes que se consideran víctimas por igual. Los alemanes de los Sudetes y sus descendientes han sido desde 1945 una fuerza electoral muy considerable en Alemania, especialmente en Baviera. La generalización del Zeman al tachar a los alemanes expulsados de nazis ha reabierto las heridas. Y puede profundizarlas.
El gigante desmembrado
El 9 de noviembre de 1989 lloraron todos de emoción por igual. Alemanes del Este y el Oeste celebraron uno de los acontecimientos más conmovedores que pueda imaginarse. Trece años después, los niños en el Este ya no saben quién era Erich Honecker y saben que sus padres votan cada cuatro años y pueden viajar al extranjero. Y, sin embargo, sigue existiendo una especie de muro virtual entre las dos Alemanias. Las diferencias de salarios son aún inmensas, los jóvenes cualificados de Alemania oriental nutren las industrias del oeste y dejan atrás ciudades y pueblos sumidos en la apatía, desolación y falta de perspectivas. El entusiasmo inversor de los primeros años del cambio ha pasado. Los especuladores se han marchado con sus ganancias. Y las generaciones mayores educadas bajo el comunismo carecen de recursos para rehacer su vida fuera del régimen paternalista y en el frío mundo de la competitividad. El paro en el Este duplica al occidental, el fracaso escolar también, como también los delitos por actos xenófobos y racistas. Son muchos los defraudados, legión los resignados, en una sociedad en la que una crisis económica general flagela como siempre más implacablemente a quienes no tienen defensas, formación o posibilidades. En Berlín ya no hay muro pero sigue habiendo dos Alemanias.
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