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CRÓNICAS
Columna
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Retrato de un amigo

Juan Cruz

Hay libros que te llegan en la oscuridad y te llevan a la luz. Y a veces no son libros; son trozos de papel, poemas, un capítulo prescindible de la historia del arte, una frase perdida, como una palabra dentro de una botella, los que refulgen en medio del ruido en que se convierte la vida. Ahora han llegado a la estantería algunos de estos fogonazos. Decía Fernando Savater que los libros te esperan, que hay un tiempo para ellos y no todos los tiempos valen para todos los libros. Leer no es sólo una voluntad, es también un azar; en medio de la coincidencia se producen muchas veces los descubrimientos verdaderos.

Uno de esos fogonazos que hay ahora a mano es un documento conmovedor de un escritor barcelonés, Carlos Garrido, que cuenta en Te lo contaré en un viaje (Aires y Mares, colección de la editorial Crítica) la historia de la enfermedad y la muerte, en plena juventud, de su hija Alba. Garrido es un excelente escritor que se ha pasado años mirando; silencioso y escéptico, ha sido músico, ha guiado viajes literarios -sobre todo por Baleares, donde vivió mucho tiempo- y forma parte de una generación, la de los que ya tienen 50 años, que vive con perplejidad la súbita irrupción del desencanto que adivinó Gil de Biedma en aquel verso infinito: que la vida iba en serio. Y él se dio cuenta de que ese verso era también su autobiografía cuando la implacable pulsión de los médicos diagnosticó el imposible futuro de su hija Alba; antes y después de esa noticia, que sólo puede relatar quien de veras la sufrió -y él así lo cuenta-, sobre Carlos Garrido -y sobre su hija y sobre la familia- cayeron en cascada premoniciones y agüeros, la vida se hizo más seria y también más profunda, y la respuesta de Alba asombró por su fuerza en un tiempo terrible en el que ella alimentaba la única esperanza. Es un libro estremecedor, que irrumpe como un puñetazo de congoja y hace volver la vista a los valores verdaderos de los hombres, aquellos que uno deja atrás creyendo que la vida está en otra parte o aun mucho más adelante. Y la vida va en serio.

Y la otra luz que surge entre los libros que han aparecido estos días es un hermoso texto, cinco folios acaso, en los que Natalia Ginzburg -la exiliada en su tierra, Italia- hace El retrato de un amigo y que figura en una obra recopilatoria (Las pequeñas virtudes, traducción de Celia Filipetto, en El Acantilado). La lejana y sobria figura de Cesare Pavese refulge en ese breve retrato de un hombre que desde el silencio inteligente domina en los demás la exigencia autocrítica a la que obliga la amistad. 'En su compañía nos volvíamos mucho más inteligentes, nos sentíamos inclinados a poner en nuestras palabras lo mejor y lo más serio que llevábamos dentro, descartábamos los lugares comunes, los pensamientos imprecisos, las incoherencias'.

Todos hemos tenido o hemos ansiado amigos así, maestros con cuya presencia a veces lejana hemos contado para saber más de la distancia que media entre lo que sabemos y lo que se debe saber. La amistad es mucho más que un sentimiento, es una actitud y es también una esperanza; es acaso lo más hondo que queda al final del ruido, y es el silencio en el que se construye -así viene a decir Natalia Ginzburg- el que queda luego cuando el amigo -en este caso, el poeta que describe- ya abandona definitivamente la vida. No es un texto desolador, no lo es; se lee con la certeza de saber que hay mucha gente como Pavese, y como Ginzburg. Y como Carlos Garrido.

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