Cuestión de fe
La auditora Andersen, la quinta más importante del mundo, se enfrenta a un procesamiento, promovido por el Gobierno de Estados Unidos, bajo la acusación de obstruir a la justicia mediante la destrucción de documentos relevantes en la quiebra del gigante eléctrico Enron. La situación de la auditora es agónica. Sus clientes están prescindiendo de sus servicios y los intentos de integrarse en otra firma han fracasado porque nadie encuentra rentable asociarse con una sociedad implicada en la mayor quiebra de la historia. Sus filiales y asociadas europeas (que, como la española, son plenamente independientes) intentan desligarse de sus compromisos con la empresa estadounidense para salvaguardar su actividad y los intereses de sus propios clientes y profesionales.
La conmoción va mucho más allá de la más que hipotética desaparición de una de las firmas emblemáticas de auditoría. Después de conocer las deplorables prácticas de las que le acusa la Administración norteamericana, entre ellas la connivencia con los directivos de Enron en una colosal falsificación de cuentas, la credibilidad de los servicios de auditoría se ha precipitado a mínimos históricos. Los inversores de todo el mundo asisten atónitos a la quiebra del modelo que suponía la existencia de unos controladores independientes que fiscalizaban con autonomía de criterio las cuentas que les presentan directivos interesados en reflejar de la forma más veraz posible la situación económico-financiera de su empresa.
La quiebra de Enron plantea serios interrogantes sobre los mecanismos de verificación contable de las empresas. Si los auditores no transmiten confianza a accionistas e inversores pueden quedar en entredicho los fundamentos de su utilidad social, y esa pérdida sería mucho más grave que la quiebra de una empresa, aunque sea tan importante como Enron.
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