'Descuide, doctor, que yo le hablaré bonito'
El cuidado de ancianos solos o enfermos es ya un trabajo consagrado a los inmigrantes suramericanos
El viejo de las piernas cortadas se quedó mirando una hiedra y oyó a su acompañante ecuatoriano que le decía: 'Así hay que agarrarse a la vida, señor, que en las manos de uno está el vivir o no vivir'. El anciano contestó que ya era tarde, pero el joven inmigrante insistió: 'Agárrese a la vida y no se aflija, señor, que pronto será primavera'.
No hace mucho que el escritor Manuel Vicent contempló una escena así y la contó en su columna de este periódico. Al leerla, un médico de Madrid, el doctor Javier Aboin, escribió a su vez una carta al director que empezaba así: 'Hace días, al pasar visita a una paciente, encontramos a ésta triste; tratamos de animarla sin conseguirlo y, al despedirnos, su cuidadora, una joven ecuatoriana, nos dijo: No se preocupen, doctores, que yo ahorita le hablaré bonito'.
'La cuidadora', decía el médico, 'sin duda le habló bonito. La paciente se animó'
'Lavamos viejitos por cuatro euros la hora. ¿Qué español quiere eso?', dice Nancy Roca
No es difícil adivinar el siguiente capítulo de sendas historias. El anciano inválido continúa esperando la primavera en la colonia de Madrid donde también vive el escritor. Y aquella mujer ecuatoriana cumplió su promesa. 'Nuestra joven cuidadora', decía el médico, 'sin duda habló bonito, pues la paciente se encontraba más animada al día siguiente'.
Aunque no existen datos estadísticos -posiblemente los ecuatorianos antes citados no tienen residencia legal en este país-, lo que el escritor y el médico cuentan no es una excepción ni el producto de una ilusión bienintencionada. Es, sencillamente, lo que está pasando en la calle.
El jueves pasado, en un supermercado de Pío XII, una zona de clase alta al norte de Madrid, una anciana de pelo blanco, bastón de caoba y ojos muy dulces esperaba su turno para pagar. A su lado, una mujer de mediana edad y rasgos inequívocamente sudamericanos le ayudaba a llevar el carro de la compra. La española resultó ser Ana Jiménez de la Espada, de 93 años, nieta de Marcos Jiménez de la Espada (1831-1898), el más significado de los naturalistas de la Comisión Científica del Pacífico, que recorrió más de 4.200 kilómetros por regiones prácticamente desconocidas de América. De allí vino precisamente Silvia Ramírez, la mujer de Honduras que ahora acompaña a la ya anciana nieta del aventurero en sus quehaceres domésticos. 'Casi todas mis amigas', explica Ana Jiménez de la Espada, 'están asistidas por mujeres de allí; la comunicación suele ser buena y son personas de natural agradables'.
No muy lejos, al final de la calle de Serrano, está el Hospital San Rafael. Es un lugar limpio y agradable donde se sigue a pie juntillas la teoría de que un enfermo no sólo necesita una buena atención médica, sino también -o sobre todo- un trato muy humano. Silvia Celemín lleva el departamento de trabajo social. No son pocas las familias con un enfermo ingresado que solicitan a Silvia que les busque una persona de compañía para las largas noches de vigilia. Y cada vez son más los suramericanos que realizan esa labor tan delicada.
'Doña Pepita, mi patrona, me trata con mucho cariño, y por eso yo la quiero tanto'. Quien habla así es Adriana López, de 36 años y natural de Manizales (Colombia). 'Yo llegué acá', explica Adriana, 'y duré tres meses sin trabajo, ¿cierto? Llamaba a un sitio y me preguntaban por la experiencia, por los papeles...; siempre me iban diciendo que no. Y entonces una amiga me dio razón de doña Pepita. Yo fuí a la entrevista y comenté con mi esposo, ¡papi, yo voy a hacer lo peor! Tengo que cuidar a la madre de doña Pepita, una anciana con Alzehimer, la tengo que bañar y todo. Así que lo pensé mucho para coger el trabajo, pero como no me resultaba otra cosa y la vida se estaba poniendo muy dura aquí, lo cogí. Al principio llegaba a mi casa con mucha depresión. La viejita, que se llama Florinda, a mí no me conocía, se quejaba mucho y no se dejaba bañar. Había noches que me las pasaba enteras llorando, pero no podía dejar el trabajo porque me había comprometido con doña Pepita. Poco a poco fui superándolo todo y ahora soy muy amañada. Yo cuido a su madre muy suave. Antes la bañaba porque era mi trabajo; ahora, porque la quiero'.
Doña Pepita y Adriana ya son amigas. Por la tarde se sientan juntas ante el televisor para reirse con Betty la Fea. Doña Pepita, que vive en San Blas, un barrio obrero de Madrid, le cuenta a Adriana que ella también tuvo que emigrar a Suiza y que, aunque hace tanto tiempo de aquello, su marido tiene pesadillas de vez en cuando con el tren que lo llevó tan lejos. Adriana le cuenta a cambio que en el metro prefiere no hablar para que nadie se dé cuenta de que es colombiana. 'Un día que iba cogida de la tarde', que es su forma de decir que llegaba con retraso, 'le pregunté a un hombre la hora y, al bajarse del metro, me siguió dos cuadras hasta decirme que si quería follar. ¿No les da pena? Allá en mi país a ustedes los españoles no les tratamos así'. Mientras habla, Adriana no deja de acariciar a Florinda, que esta tarde anda muy perdida por la niebla del Alzheimer.
Hay una realidad silenciosa -esta que aquí retrataron Vicent y el doctor Aboin- de la que apenas existen datos ni hablan los políticos. Y otra -que en realidad es la misma pero vuelta del revés- de la que se tienen hasta tantos por ciento con decimales. El miércoles sin ir más lejos, Mariano Rajoy, el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, dijo en el Senado: 'El 89, 99% de las personas que ingresan en prisión son extranjeros'. Dicen Adriana, Silvia y Nancy -una boliviana de 51 años, cuatro hijos y seis nietos- que a ellas les duele más que a nadie que las cárceles españolas están llenas de extranjeros, pero que no es menos cierto que, allá por las seis de la mañana, en las estaciones de metro más alejadas, también se concentra una legión de extranjeros que se dirigen al centro de la ciudad. 'Lavamos viejitos', dice Nancy Roca, 'por cuatro euros (700 pesetas) a la hora. ¿Qué español quiere eso? A nosotros nos dan lo que no quieren: invernaderos y viejitos'.
En su carta sin desperdicio, el doctor Aboin apuntaba a modo de rúbrica: 'En esta época en que tanto se zahiere con la palabra, estos jóvenes inmigrantes, a veces tan injustamente tratados, podrían, entre otras cosas, darnos lecciones de hablar bonito'.
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