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Tribuna:
Tribuna
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Creer en nosotros mismos

España, desde 1898, no ha creído de forma estable y tranquila en sí misma. Para empezar, Unamuno creía menos en ella que Joan Maragall, como demuestran las cartas que se cruzaron en 1904. (Sería espléndido que estas cartas se volvieran a publicar ahora. Catalunya era en ese momento más optimista que el resto de España, como se podrá comprobar si se reeditan.)

Podemos comparar el caso de España, en cuanto a sentimiento nacional, en cuanto a patriotismo compartido y duradero, con otros países. Otros países nos han ido sirviendo de modelo sucesivamente. Les propongo una rápida excursión por los modelos. Y una reflexión sobre lo que ocurrió entre ellos en el último siglo. Para concluir con un retorno a nuestra actualidad, que es el punto de partida y el de la conclusión de este artículo.

La tesis que defiendo es que España, la España de hoy, empieza a creer en ella misma. Que no necesita redentores. Que no quiere que los separadores y los separatistas se la disputen. Los separadores oficiales sueñan con una España enfrentada y dividida, necesitada de un mando férreo y uniforme, y añoran un sentimiento de patria como el de Estados Unidos o el de Francia. Los separatistas añoran lo mismo para partes concretas de España.

En estos países que he citado la revolución se hizo a su debido tiempo, y han tenido un sentimiento de superioridad y de modernidad que España empezó a perder en el siglo XVII y perdió del todo en 1898, a manos precisamente de los norteamericanos. Francia y Estados Unidos: países en los que la gente se sabe de memoria el himno nacional.

En España, algunos no duermen pensando en cómo hacerlo para que aquí pase lo mismo. Otros, a veces, preferimos pensar que si las cosas hubieran ido de modo diferente la cuestión ni se plantearía, porque, en efecto, sabríamos todos de memoria el Himno de Riego. Inútil lo uno y lo otro. Inútil pensar en lo que hubiera sucedido en la Europa de los años treinta si se hubieran atendido las advertencias de Keynes y no hubiera habido un Tratado de Versalles tan cruel con Alemania. Inútil pensar en lo que hubiera podido suceder y no sucedió. Los españoles nos pondríamos a imaginar hipótesis desmentidas por la historia, como, por ejemplo, lo que el escenario inexistente de una Europa reconciliada hubiera significado para España. ¿Hubiera habido lugar para la guerra civil?

Mejor no pensar en el pasado que no tuvimos. Mejor pensar en el futuro que podemos tener. Si nos empeñamos. Si arriesgamos, con cautela y con ambición a un tiempo. Al final volveré a ello.

A pesar de todo, detengámonos un momento todavía en el pasado. Concretamente en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales ¿Qué ocurrió en realidad? Ocurrió que el dominio de la venganza sobre la justicia, el predominio de la vengativa política franco-británica en caliente sobre la fría clarividencia de los economistas reformadores, siendo seguramente inevitable, condujo al mundo a una nueva catástrofe en menos de 20 años.

Fue Europa, la malherida Europa de los años veinte, la que se complicó la vida. No fueron los Estados Unidos. El presidente norteamericano Wilson fue menos duro que los europeos. Hoy se han cambiado las tornas. Alguien se lo tendrá que recordar a los norteamericanos. Tampoco olvidemos que fue el general Marshall quien impuso, en 1945, la solución contraria a la de 1921: en vez de castigar económicamente al vencido, esta vez había que ayudarle. En vez de dejarle hacer políticamente, había que desarmarle en el terreno político.

Pero vayamos a lo nuestro. Miguel Siguán, en un magistral artículo reciente ('Nacionalismo y/o centralismo', La Vanguardia, enero de 2002), sostiene que si los liberales españoles del XIX hubieran adoptado el modelo plural de la Alemania de Bismarck (restaurado por los aliados en 1945), en vez de adoptar el modelo jacobino y centralista, nos habríamos ahorrado muchos sinsabores y no tendríamos que estar reinventando el patriotismo en cada esquina de la historia. Porque también España, como Alemania, es un Estado compuesto. Por eso la Ilustración francesa no puede ser nuestra única inspiración. Y por otra razón: cuando yo entré en la Universidad en 1957, a los 16 años, ya los tanques rusos habían entrado en Budapest. Seguramente fue esto lo que nos impidió a unos cuantos hacernos comunistas. El sueño de la razón, en efecto, había producido monstruos. De la razón o de la ilustración.

Ahora en España se está copiando, desde la derecha, de la mano de intelectuales de izquierda, el patriotismo constitucional de Jürgen Habermas, que desde la izquierda alemana ha teorizado un patriotismo antiétnico y anti-identitario para describir lo que está pasando hoy en la República Federal. Alemania está dejando de lado el derecho de sangre en beneficio del derecho de suelo para definir la ciudadanía. La expresión: 'Es alemán quien vive y trabaja en Alemania' es una definición de la ciudadanía federal cada vez más ajustada a la realidad.

De este modo se adopta la Constitución, modificada, por cierto, varias veces, como canon de la nación, y el constitucionalismo, como criterio del nacionalismo permisible. Ya no la lengua ni los ancestros ni las montañas.

Aquí, en España, en cambio, la derecha intenta hacer pasar por patriotismo racional la negación no ya de los nacionalismos periféricos, sino incluso del federalismo de corte germánico de la izquierda española. El patriotismo constitucional, aquí, trata de congelar la Constitución, a riesgo de acabar con ella.

La Constitución puede dejar de ser funcional si no recoge hoy, como ha reclamado Cruz Villalón, hasta ahora presidente del Tribunal Constitucional, lo que ha ocurrido en los fascinantes 25 años posteriores a su proclamación. Especialmente en lo que se refiere a las 17 autonomías creadas a partir de 1978, en lo que se refiere al Senado que debiera representarlas y en lo que se refiere al hecho trascendental de la entrada en la Unión Europea.

La España real, la España auténtica, es un pueblo soberano que está formado por pueblos diversos (artículo 2 de la Constitución). Sus ciudadanos ven cada vez menos claro que haya que identificar exclusivamente la soberanía con un Estado que ha rendido ya su moneda, y rendirá progresivamente su ejército, si todo va bien, a niveles superiores de integración.

Esa España plural y europea se rebelará pacíficamente en las urnas, para dejar a un lado a los que quieren dividirla y asustarla primero, y encorsetarla luego. A los que abominan del barullo y la asimetría y no hacen más que crear recelos. A los que se niegan a admitir el acceso de las comunidades autónomas a los Consejos de Ministros donde se discuten asuntos de su competencia exclusiva y arguyen para ello que en España las comunidades son asimétricas, a diferencia de lo que ocurre en los países federales: véase en esta línea el informe de los juristas del Ministerio de Administraciones Públicas.

Para barullo, el matrimonio Aznar-Pujol. Nunca se vio matrimonio más interesado que éste, más falto de afecto y, en realidad, de sentido. Más asimétrico.

Pronto o tarde, pero con certeza, catalanes y castellanos, por igual, van a decir también 'ya basta'. Sin embargo, será preciso que cambien algunas actitudes para que la historia haga su camino. Permítaseme decir en este sentido que la frialdad de los nacionalistas vascos ante la psicología de persecución en que viven miles de ciudadanos, empezando por los concejales del Partido Populary del Partido Socialista -frialdad que parece irse convirtiendo ¡por fin! en incipiente cordialidad-, es tan obscena como la frivolidad de los nacionalistas españoles al usar el terror como pedestal para acreditar su patriotismo reactivo y ganar votos lejos del escenario del drama; frivolidad que, estoy convencido, irá también diluyéndose a medida que el terror vaya cediendo ante la nueva beligerancia europea en esa materia.

(Y a medida que personas como Eduardo Madina vayan dejando claro, como parece que él ha hecho, que pueden hacerle lo que quieran, que no dejará que el crimen que con él se comete se convierta en un permiso por él dado para que los terroristas consigan el fin que persiguen, a saber, detener la historia e impedir toda evolución.)

Sin duda, el Gobierno español ha actuado en Europa como debía actuar y ha conseguido (no él sólo) resultados remarcables. Los socialistas nos alegramos de esos éxitos porque el terrorismo nos ha golpeado como ha golpeado a militares primero, policías después, y finalmente, a concejales y ciudadanos de todas las opiniones; y nos alegramos porque estamos convencidos de que el terror es un factor poderosísimo en la hibernación de la lógica evolución constitucional y política de este país. Y detener esa evolución es a la vez el mejor premio que podemos otorgarle al terror. Determinar la agenda política española es su gran triunfo, que a veces le concedemos en demasía.

No olvidemos que en Irlanda del Norte todo el proceso actual comenzó por una arriesgada manifestación de Downing Street, en tiempos de John Major, en 1993: 'If they so wish' ('Si ellos quieren'), dijo el primer ministro, refiriéndose a los ciudadanos norirlandeses, tendrán la salida pacífica que determinen. Ése fue el momento, siempre delicado de escoger, desde luego, en que la agenda comenzó a marcarla la democracia británica y no el Ejército Republicano Irlandés (IRA).

A mi modo de ver, el Pacto Antiterrorista y por las Libertades, aun con su tono excesivamente enfático y carente de sinceridad en la invitación final a otras fuerzas, es una cautelosa, pero evidente aproximación a ese momento delicado. Porque especifica que la paz y las reglas democráticas son la condición incluso para modificar el marco institucional, con lo cual abre tal posibilidad, cosa que el Partido Popular no debería negar ahora, a riesgo de privar de validez al propio Pacto.

En ese contexto ha sido y es admirable la contención de José Luis Rodríguez Zapatero, que está en el origen del Acuerdo, si bien ausente del estilo del mismo. Y sería deseable que José Luis Rodríguez Zapatero no alterase su ritmo tranquilo y su estilo claro y dialogante, para que la certeza del cambio que vaticino más arriba se torne urgencia. Si se rinde a un fácil aplauso cortesano dando 'caña al mono', como se dice vulgarmente, la urgencia se tornará incertidumbre. El mono, con perdón, ni necesita caña ni a veces se la merece, porque se pinta solo en el espejo que le pone delante Zapatero.

Y eso lo digo porque lo que no debemos perder es lo más importante en este momento: una voz clara hablando de los temas que nos preocupan. Del terrorismo, sí, pero también de otras cosas. Precisamente para no darle al terror el monopolio del escenario. Creer en nosotros mismos consiste en hablar de nuestras cosas dándoles la importancia que tienen.

Zapatero habla de los trabajadores autónomos, de los profesionales, de sus dificultades para establecerse, de las mujeres y los hombres que quieren hijos y trabajo y no pueden con ambas cosas, de la educación y el diálogo con los jóvenes como prioridad, de los barrios de la inmigración y de su seguridad y de la dignidad de sus escuelas, de los ciudadanos que no llegan a desgravar, de un pacto local que no sea otra ocasión perdida, de la necesidad de hacer de los impuestos locales sobre la economía un impuesto a cuenta del que recae sobre la renta de las personas, y evidentemente, de la Europa próxima y comprensible, de los ciudadanos españoles de Argentina y de la necesidad de entenderse con Marruecos. Del Senado y de la presencia de las comunidades autónomas en la Unión. Del nuevo federalismo europeo como unión y devolución a un tiempo.

Los socialistas catalanes y la mayoría de nuestro pueblo estamos con él. Convencidos además de que si conseguimos la victoria en Catalunya estará dado el primer paso para que España tenga un Gobierno que pueda afrontar todas estas cuestiones. Con cautela y ambición. Sin excusas. Sin perderse de nuevo en una discusión inacabable, como dice Siguán, sobre el ser de España.

Pasqual Maragall es presidente del Partit dels Socialistes de Catalunya.

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