Pasteleo con Berlín
¿Necesita ahora la economía europea, sometida a una desaceleración evidente, que Alemania aumente los impuestos, recorte los gastos y se autoimponga una disciplina presupuestaria severa para corregir su déficit público? La respuesta más razonable es que no. Por tanto, el acuerdo de compromiso entre la Comisión Europea y Alemania, en virtud del cual Gerhard Schröder y su ministro de Economía, Hans Eichel, se han ahorrado la amonestación pública del organismo comunitario a cambio de un poco nítido compromiso de intentar el déficit cero en el ejercicio 2004 y no tomar medidas que puedan agravar su déficit, es el más conveniente para no entorpecer las expectativas de reactivación económica con decisiones institucionales demasiado drásticas. Alemania, el principal activo del euro y de la economía europea, tiene una economía prácticamente estancada y escasas expectativas de recuperación en los próximos meses. Activar desde el Ecofin el procedimiento vinculante de alerta rápida para encorsetar el presupuesto alemán en un periodo de estancamiento, no era precisamente el mensaje económico que necesitaba la eurozona.
Si se admite lo anterior, porque así lo dicta el sentido común, no pueden evitarse graves contradicciones económicas y políticas en el entramado legal e institucional de la UEM. No es la menor, aunque sí la más conocida, la evidencia de una doble vara de medir, bien distinta cuando se trata de economías periféricas -Irlanda fue severamente reprendida en su día- o de países centrales como Alemania, cuyo peso político y económico en las instituciones europeas le permitía disponer de aliados suficientes para bloquear el procedimiento si hubiera seguido adelante. Tampoco queda bien parada la coordinación institucional entre la Comisión, impulsora de la iniciativa de alerta rápida para Alemania, y el Ecofin, sensible a las presiones de Berlín para ahorrarse el bochorno público de someterse a restricciones presupuestarias controladas desde organismos supranacionales.
Para contradicción severa la que se aprecia en las posiciones defendidas por el Gobierno español. José María Aznar, ferviente defensor del déficit cero, la estabilidad presupuestaria y la ortodoxia fiscal por encima de cualquier otra consideración, ha emitido juicios mucho más moderados sobre el acuerdo pasteleado por Alemania y los Quince, acuerdo que, se quiera o no, constituye un precedente peligroso para el futuro. Y Rodrigo Rato, el ministro de Economía, se ha expresado con idéntica tibieza. Claro que no es lo mismo demostrar firmeza verbal en España, para consumo interno y sin arriesgar coste político alguno, que hacerlo en Bruselas frente a la delegación alemana, que bien puede recordar que una parte del equilibrio presupuestario de Madrid corre por cuenta de los fondos que paga Berlín.
Quizá la lección principal que quepa extraer de esta crisis es que las guías económicas generales, sobre todo cuando son tan estrictas como la estabilidad presupuestaria y el protocolo de déficit excesivo, deben ser interpretadas en cada caso y en cada circunstancia. Más realismo político, más flexibilidad institucional y menos fundamentalismo económico.
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