Argentina tiene plan
Por primera vez desde septiembre de 2001, cuando Domingo Cavallo reconoció que Argentina sufría un grave colapso financiero, un plan económico elaborado por el Gobierno rioplatense ha suscitado algún atisbo de esperanza, bien que matizado por muchas cautelas. La flexibilización parcial del llamado corralito financiero, de forma que queden liberados los fondos equivalentes a salarios o alquileres; la pesificación del sistema financiero en un régimen de 1,40 pesos por dólar en el caso de los depósitos y de un peso por dólar en el caso de los préstamos; la creación de un bono público para compensar este desequilibrio entre el pasivo y el activo de los bancos, y la flotación controlada del peso son los pilares sobre los que se asienta el plan. Los analistas han coincidido en que este nuevo esquema financiero es más racional que el anterior, y en que Duhalde ha dado un paso en la dirección adecuada; lo cual no puede sino interpretarse como un avance en la complicada situación de la economía argentina.
Una de las ventajas de este plan todavía a falta de mayor concreción, quizá la más significativa, es que el encaje financiero evita, aunque sólo sea por el momento, la creación de impuestos de urgencia para financiar las consecuencias de la crisis bancaria. La aplicación de estas tasas artificiales, como la que se anticipó sobre la exportación de petróleo o las que puedan plantearse sobre los servicios públicos privatizados, puede afectar gravemente el futuro de numerosas empresas, nacionales y extranjeras (entre ellas, en un primer plano, las españolas) y agravar todavía más la inquietud de los mercados sobre el futuro de esas compañías. De poco serviría consolidar la posición monetaria y cambiaria del país, si al mismo tiempo se castiga la viabilidad de las empresas que están sosteniendo la prestación de los servicios financieros, energéticos y de telecomunicaciones en aquel país. En justa contrapartida, esas empresas deben adoptar una línea de negociación permanente con la Administración argentina, para tomar las medidas estratégicas que menos perjudiquen la estabilidad económica y, sobre todo, a los ciudadanos.
Pero la calificación general favorable del plan Duhalde -imprescindible, en todo caso, para que el Fondo Monetario Internacional autorice un programa de ayudas financieras que alivie las dificultades con las que, sin duda, se va a encontrar el peso- no puede ocultar la insuficiencia de las medidas adoptadas para afrontar todas las facetas de la crisis. El obstáculo principal al que se enfrentan las autoridades argentinas sigue siendo el de la credibilidad. Por adecuado que parezca el contenido del programa conocido el domingo pasado, los antecedentes recientes de otros planes que no llegaron a cumplirse pesan, y mucho, sobre el ánimo de los inversores, de las empresas y de las instituciones internacionales que muy probablemente darán el visto bueno a estas medidas.
Tampoco contribuye a acrecentar la credibilidad la notable diferencia de talante que se aprecia entre los representantes más cualificados del Gobierno. Mientras que el ministro de Economía, Jorge Remes, ha expuesto con seriedad los gravísimos riesgos de la crisis y no ha dudado en suponer que los argentinos son lo suficientemente maduros como para conocer que Argentina se encuentra en quiebra, el presidente Duhalde no acaba de encontrar la imagen adecuada entre una posición amenazante, que esgrime con cierta facilidad, y otra eufórica que choca estrepitosamente con la realidad.
El plan se queda corto en dos aspectos fundamentales: el objetivo de inflación y la reforma fiscal que debe soportar en el futuro el peso del endeudamiento exterior. Ambos se conocerán probablemente hoy, con el Presupuesto para el ejercicio 2002. Mientras se despejan tales incógnitas, conviene recordar que uno de los orígenes de la crisis argentina es precisamente su insuficiente estructura fiscal y, por tanto, la absoluta incapacidad para garantizar unos ingresos tributarios mínimos con los que hacer frente a una contingencia interior o exterior, y a la necesaria protección social que identifica un Estado moderno. Si el Gobierno de Duhalde pretende ir más allá de la gestión asfixiante de la crisis diaria, debería proponerse la definición de una reforma fiscal ambiciosa pactada con los poderes de los partidos y las provincias. Y saber que, por muy creíble que resulten los presupuestos para este año, un trasfondo de inflación desbocada dañaría las menguadas rentas de los asalariados y desanimaría profundamente a la población, severamente castigada en la época de la hiperinflación y, por tanto, muy desconfiada ante su hipotético retorno.
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