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Los presos de Guantánamo

Las condiciones a las que están sometidos los presos de Al Qaeda en Guantánamo son inaceptables por una sencilla razón, porque son inhumanas. Y los preceptos morales están por encima de los legalismos. Cualquier otro tipo de argumento es secundario, por bienintencionado que sea: que las privaciones sensoriales y otras condiciones degradantes violan las leyes internacionales que protegen los derechos de los prisioneros, que se está empañando la imagen de Estados Unidos, o lo contrario, que no se puede creer nada de lo que en Europa se diga de los estadounidenses, que siempre están ladrando. Lo mismo pasa con el argumento según el cual no aceptaríamos un tratamiento similar hacia soldados estadounidenses en el caso de que fueran hechos prisioneros. Por lo tanto, repito que, sencillamente, según la moral y la Constitución estadounidenses, ningún prisionero en espera de juicio debe sufrir un castigo ejemplar o ser maltratado.

Considero repugnante entretenerse en discutir si la alimentación que se da a los presos de Al Qaeda cumple o no los requisitos mínimos correspondientes a un prisionero de guerra; Marcel Proust dijo en À la recherche du temps perdu que hay dos clases de personas, las generosas y las mezquinas. Es absurdo que una superpotencia se dedique a discutir con los organismos defensores de los derechos humanos sobre cuál es el mínimo de alimento necesario, si hay que dar más comida o no a los prisioneros y cosas por el estilo. Darles una alimentación decente no pone en peligro nuestra seguridad nacional.

Esos hombres todavía no han sido juzgados; debemos garantizar que los prisioneros de Al Qaeda estén a buen recaudo de forma que no puedan hacer daño a otros ni a sí mismos, pero no hay que confundirlos de repente con una especie de Houdini, o Superman. Los hombres de Al Qaeda en libertad son peligrosos, pero éstos están entre rejas, custodiados por militares, y no tienen poderes mágicos para escapar. Es evidente que nuestros soldados pueden custodiar a los hombres de Al Qaeda en prisiones de máxima seguridad sin tener que recurrir a excesos discutibles. En este sentido, los procesos de Núremberg, en los que se juzgó a algunos de los hombres más peligrosos del siglo pasado, son ejemplares.

Me da la impresión (aunque no soy más que una observadora desde la lejana Nueva York) de que lo que tiene molestos a los militares es su incapacidad de coger a Bin Laden y al mulá Omar. ¿Por qué si no han divulgado esas repugnantes fotos de los presos de Al Qaeda esposados y con mascarillas? Puede haber sido un desafortunado intento de mostrar su peligrosidad (el 11 de septiembre es la prueba fehaciente de ello), hacer que parezca que han cogido a peces gordos y no a lo que en realidad son, un puñado de personajes de segunda fila. Los militares deben sentir una enorme frustración porque, aunque es verdad que combatieron brillantemente y con celeridad, no cogieron a ninguno de los verdaderos jerifaltes.

Adelantándonos un poco a los hechos, digamos que la llegada de John Lyndh Walker, el miembro estadounidense de Al Qaeda, constituye una complicación para nada deseada. La primera reacción de Bush fue considerar a Walker un muchacho estadounidense que se había desviado un poco del buen camino. Ello habría funcionado si se hubiera detenido a Bin Laden, pues la atención del público de EE UU habría estado centrada en él y en el juicio que se le haría.

Sin Omar ni Bin Laden entre manos, es inevitable que el juicio de Walker, sobre todo si se tiene en cuenta cómo tratan los medios de comunicación estos temas, se convierta en una historia periodística de primer orden durante algún tiempo. Sus padres, clase media alta, del condado de Marin, en Berkeley, se han apresurado a hacer saber que su hijo es un pacífico estadounidense que ama a su país. Al experimentado abogado que la familia ha contratado para su defensa no le va a costar nada destruir como pruebas todas las declaraciones que Walker hizo cuando se sentía próximo a la muerte, drogado con sedantes, y sin contar todavía con una defensa legal apropiada. Inevitablemente, la historia de Walker va a despertar simpatía, y no por ningún tipo de debilidad hacia Al Qaeda, sino porque el chico se convertirá en protagonista de una interminable saga americana y, como tal, recordará constantemente a todos los padres de Estados Unidos la dudosa proclividad que tienen sus hijos hacia cierto tipo de aventuras.

Ahora que nos hallamos ante una próxima fase en la que estarán incluidos una serie de juicios, no está nada claro cómo debemos juzgar a esa vasta organización terrorista que es Al Qaeda. Muchos de nuestros juristas están dándole vueltas a la cuestión de que, se mire desde el punto de vista que se mire, un grupo terrorista no es un país, por lo que cabe poner en duda que se le pueda aplicar las reglas de la guerra.

Pero en el mismo Estados Unidos tenemos un precedente: las guerras de los primeros colonizadores y de los británicos contra los indios americanos. Obviamente, los indios carecían de una estructura de gobierno que pudiera parecerse remotamente a la no escrita Constitución británica o de una forma de vida que se pareciera en lo material a la inglesa -casi todos ellos eran nómadas- y, sin embargo, las guerras eran totalmente auténticas. También el califato árabe tenía una estructura política muy distinta a la de los reyes cristianos en la España de la Reconquista, y ello no impidió que las guerras que libraron fueran muy reales. La historia de las guerras es mucho más vieja que la de los países o las naciones estado y solamente en los siglos XIX y XX se libraron guerras entre naciones de estructura política similar.

Lo acontecido el 11 de septiembre ha creado una nueva clase de guerra. El hecho de que Al Qaeda no pertenezca a ningún territorio específico del planeta no impide que haya desencadenado una guerra brutal contra Estados Unidos; tampoco su carencia de país de origen debe alentarnos a comportarnos con sus miembros de forma inhumana cuando están en nuestro poder.

Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.

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