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12 del 9 del 2001

Instalados en el día siguiente de los atentados de Nueva York y Washington, hemos entrado en el 2002 como si fuera un año apéndice del anterior, a manera de prolongación de la Operación Libertad Duradera con la que el Gobierno norteamericano maquilló una guerra sucia, de momento contra los talibanes; pero a tiro quedan otros potenciales núcleos de terrorismo internacional como Somalia, Yemen y, claro está, Irak. Evidentemente, Nueva York no se merecía aquella agresión, ni los ejecutados por el fuego y los derrumbamientos habían hecho nada para merecer un final tan atroz y retransmitido en directo. Aquellos pañuelos agitados en las ventanas de los rascacielos decían adiós a toda esperanza y los defenestrados que preferían estrellarse contra el asfalto a morir quemados eran mensajes vivientes de que la vida es una excepción que ni confirma ni deja de confirmar regla alguna, como ya sospechaba Carmen Martín Gaite y lo puso por escrito.

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Pocas horas después de asumir las descomunales agresiones terroristas se instaló un pesado silencio casi generalizado con respecto a las posibles respuestas, como si cualquiera estuviera legitimada ante el colosalismo de la agresión. Y el silencio sólo se rompió para prevenir al género humano de la presumible conjura del antinorteamericanismo dispuesto a pasar por encima de los cadáveres humeantes de Manhattan con tal de volver a difundir su ponzoñosa inquina contra el Imperio del Bien, es decir, otra vez la Ciudad del Diablo contra la Ciudad de Dios. Los departamentos de las embajadas USA dedicados a difundir la verdad mensual necesaria no han sido ajenos a la instalación en Europa de un neomaccartysmo implícito, a veces clamorosamente explícito que, señalando la pira terrible neoyorquina con una mano, con la otra acusaba a los reticentes contra la respuesta militar y denunciaba: '¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?'.

Sitiado y desarmado el presumido frente crítico, la operación de inculcación de lo políticamente correcto se completaba con el persistente elogio de la calma demostrada por la Administración Bush, por el propio Bush, que en lugar de dar una respuesta inmediata y terrible, dejó pasar unas cuantas semanas para realizar lo que antes se llamaba el análisis concreto de la situación concreta y finalmente decidir que el ángel exterminador se llamaba Bin Laden y que orquestaba en aquel momento el centro de difusión de terrorismo islámico de Afganistán. Escoger a los talibanes y a Bin Laden como punchings inmediatos provocaba lecturas tan diversas de la situación como la que aportaba un colectivo de malvados y un mitificable líder telegénico. Dentro del mercado de certezas e intuiciones del llamable Norte fértil, nadie estaba dispuesto a molestarse porque machacaran a los talibanes, fundamentalistas insufribles que con dos euros de islamismo habían metido a medio Afganistán en la cárcel y a todas las afganas en ambulantes garitas de castidad. También en el Norte fértil se han instalado fundamentalismos muy precarios desde la gran crisis energética de los años setenta, pero han sido ética y mediáticamente muy argumentados, incluso algún talibán de la economía neoliberal recibió el Premio Nobel y, eso sí, ningún talibán neoliberal, ni siquiera los del Opus Dei, ha propuesto encerrar a las mujeres en vestidos blindados, pero alguno ya se mostró morbosamente partidario de que los marxistas supervivientes se pusieran de rodillas y pidieran perdón.

La guerra de Afganistán es una operación de limpieza policial implacable y, así como los talibanes han sido machacados a cañonazos y misilazos, tanto en los frentes de batalla como en las cárceles, la población civil ha sido, es todavía hoy, bombardeada porque no acierta a marcar suficiente distancia con los talibanes supervivientes. Mientras la guerra sucia rotura las montañas, desertiza un poco más los desiertos, capa a talibanes prisioneros y consiente las lapidaciones de adúlteras pero con piedras más pequeñas, se ha tramado una solución política superestructural utilizando caudillos, algunos tan ensangrentados y fundamentalistas como los talibanes, y basta ver de cerca el rostro de la llamable sociedad civil para comprender su hartura de tantas irracionalidades opuestas por el vértice. Mientras tanto, se ha agudizado el conflicto palestino-israelí hasta límites sharonianos, interesado el Ángel Exterminador en que Estados Unidos no pueda imponer una paz en Oriente Medio que compense la guerra de Afganistán. Ni los extremistas palestinos ni Ariel Sharon estaban dispuestos a asumir un consensuador patriotismo constitucionalista, según denominaría la doctrina aznarita. Al menos, en Oriente Medio es inviable.

Preocupado por caer en la tentación antiamericanista, retengo la corriente crítica contra la guerra incubada en los propios Estados Unidos. Ediciones RBA publicó en diciembre del 2001 un ensayo de Noam Chomsky, 11/09/2001, título que he parafraseado para obtener el que encabeza este artículo, en una clara demostración de intertextualidad positiva. Indiscutido como lingüista, norteamericano de nacimiento (nada menos que de Virginia) y ciudadanía, radical crítico del imperialismo, venga de donde venga, Chomsky es un valor de uso importante para la derecha global porque casi nunca le leen, pero lo exhiben como una prueba de que la democracia asume a sus autocríticos. La democracia en abstracto es posible, pero los principales periódicos o cadenas radiofónicas y televisivas del sistema huyen de Chomsky como si fuera tan excelente lingüista como excéntrico ciudadano, y no le regalan ni el espacio de 15 líneas o de un minuto de voz e imagen para que transmita sus críticas a mayores audiencias. En el libro citado se recogen diferentes entrevistas sostenidas por el autor, esta vez en torno a la cuestión de los atentados del 11 de septiembre, desde un americanismo muy diferente al que difunde el Departamento de Estado y el yupismo informativo dependiente de lo informativa y políticamente correcto. El americanismo de Chomsky es políticamente incorrecto y exige un radical respeto por los valores democráticos para empezar en los medios de comunicación y para continuar en la legitimación de respuestas bélicas contra el terrorismo internacional, sin ofrecer ninguna alternativa económica y política. Chomsky recuerda que Estados Unidos ha sido considerado repetidamente como un Estado terrorista y condenado por ello en 1986 en el Tribunal Internacional, y que cuando las acciones terroristas perpetradas en el propio país han sido realizadas por norteamericanos desafectos al régimen, a nadie se le ha ocurrido bombardear Idaho o Montana, de donde eran oriundos. Tampoco la Administración norteamericana se ha mostrado ni se muestra sensible a la entrega de terroristas civiles, militares o paramilitares que le hicieron el juego en los más variados frentes geopolíticos y actualmente viven asilados en USA. Totalmente opuesto al nihilismo apocalíptico, convocado por el terrorismo fundamentalista, Chomsky en cambio propone que no se ignore todo cuanto el sistema haya podido hacer para provocar una respuesta más antiimperialista que antinorteamericana.

Ampliamente publicado en España por Crítica, también divulgado por la revista Voces y Cultura, la última obra de Chomsky, 11/09/2001, debería ser un libro imprescindible contra el prejuicio del antiamericanismo y no se entiende la beatería seguidista con la que la mayor parte de medios españoles de información la han silenciado, desde la obediencia ciega a los señores de la guerra afgana y predispuestos a secundar las que vengan hasta que se instale la libertad duradera anunciada por los profetas. Examinemos, por ejemplo, el entusiasmo, la incondicionalidad, con que Aznar o Piqué respaldan la intervención norteamericana en Afganistán, sin la menor resistencia crítica a las barbaridades de todo tipo directa o indirectamente cometidas. Extraño caso el de Aznar, tan sensible a los chorretes guerreros del GAL y que ahora en cambio no ve ni una mancha en la cacería de terroristas a cañonazos norteamericanos, incluso cuando ya son carne de presidio.

Desde este largo día siguiente al 11-9-2001, no sólo el tiempo parece detenido sobre la aldea global, instalado el silencio de los masters y los corderos. También paralizado aquel atletismo moral con el que los profetas emergieron de entre los cascotes del Muro de Berlín proponiendo por fin el happy end en la dialéctica entre el azar y la necesidad.

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