Esclavistas e inspectores
La afortunada coincidencia en la Cuba colonial de un capitán general abolicionista, Juan Manuel de la Pezuela, y de un juez dispuesto a aplicar las leyes, Joaquín Ibáñez, permitirá emprender acciones penales contra el comerciante español José Planas y algunos de sus socios, acusados de introducir ilegalmente en la isla un cargamento de 700 esclavos de África. Los hechos ocurrieron en 1854, más de tres décadas después de que se aboliera oficialmente el tráfico de hombres con destino a la 'perla del Caribe'. Al iniciarse el procedimiento penal contra Planas, el capitán general Pezuela era ya aborrecido por la sacarocracia cubana, entre otras razones por haber prescindido en los edictos oficiales del eufemismo de negritos con el que se designaba a los esclavos menores de edad, sustituyéndolo por la cruda, acusadora, incontestable denominación de niños.
LOS ÚLTIMOS ESCLAVOS DE CUBA
Arturo Arnalte Alianza. Madrid, 2001 198 páginas. 13,22 euros
Porque lo más sobrecogedor del excelente trabajo de Arturo Arnalte sobre la travesía negrera de la goleta Batans -elaborado a partir de los numerosos documentos a que da lugar la persecución judicial del comerciante Planas- radica en eso: en que se refiere a niños de diez años apenas, arrancados a sus familias, aterrorizados en su absoluta indefensión infantil y transportados en condiciones de auténtico sadismo hasta las plantaciones azucareras. Utilizando los archivos del caso con un perfecto equilibrio entre el rigor y la eficacia literaria, Arnalte consigue conjugar en Los últimos esclavos de Cuba la intriga novelesca, la solvencia historiográfica e, incluso, la denuncia del tópico que, frente a la brutalidad de la colonización británica, ha querido forjar una imagen paternal de la española. Resulta difícil leer sin emoción las páginas en las que Arnalte contrapone la prosa fría, inhumana, de los certificados de defunción de los niños esclavos a la untuosa prolijidad de los exámenes médicos en que se apoyan las solicitudes de excarcelación de los negreros detenidos. Extenuados y enfermos al cabo de meses de penalidades, los niños son identificados en estos documentos por la calimba que sus propietarios les marcan a fuego sobre el cuerpo y por los nombres cristianos -Merced, Francisca, Juliana, Andrea, José- que recibieron tras el bautismo. La última indicación que queda de ellos es la de la tapia del cementerio junto a la que se les entierra, así como la orientación geográfica en la que se cavaron sus tumbas.
El capitán general Pezuela fue relevado de su cargo en agosto de 1854, a raíz de la persecución penal de Planas. Por su parte, el juez Ibáñez no logró otra condena que la de José Veloso y Pimpinela, el capitán de la goleta Batans que se autoinculpó con la intención de arrastrar a Planas, en venganza por no haber recibido el pago acordado. La mayor parte de los niños siguieron siendo esclavos, pese a que la legislación exigía su libertad cuando se demostraba que la entrada en la isla había sido ilegal. Gracias a este benigno desenlace, la sacarocracia cubana logró que las aguas volvieran a correr por donde solían: el poder político podría mantener sus proclamas contra el tráfico de seres humanos sin enajenarse el apoyo de los españoles siempre que siguiese, como hasta entonces, sin enviar inspectores a las explotaciones agrícolas.
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