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Reportaje:

Maldita peste

Osona sufre una dura crisis al pasar de la agricultura familiar a la ganadería intensiva

Ramon Besa

Escondido debajo de la cama, con las palmas de las manos apretando las orejas hasta rasgar los ojos, era capaz de aguantar por lo menos cinco minutos, un tiempo que suponía prudencial para que el cerdo se desangrara. Y sin embargo, en cuanto aflojaba los dedos, el marrano degollado todavía se desgañitaba de manera tan estridente como sobrecogedora. La imaginación me resultaba entonces más dolorosa que la realidad y acababa por asomarme al balcón de casa, deseoso de que el puerco se escurriera del banco, escapara del cuchillo del matarife y se soltara de los brazos de la media docena de parientes que le tenían atado de pies y manos. Nunca tuve tal suerte. Me imponía no ver la matanza, decisión que me costaba el enojo de mi padre, y al final, irremediablemente, me rendía yo antes que el cochino, para sorna de la vecindad, que me tomaba por un cobarde en cuanto me hacía visible antes del último gruñido del puerco. Únicamente mi madre me entendía. Quizá porque el cerdo lo habíamos cuidado entre los dos, uno dándole de comer y otro limpiándole la pocilga, como correspondía en unos tiempos en que el hombre iba y volvía del campo lanzando juramentos, un día por el tiempo, el otro porque el grano era chico y al tercero porque le daba la gana.

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Los cochinos ayudaban entonces a vivir porque la tierra era poca y parcelada. No había casa que no tuviera sus gallinas, patos quizá, conejos seguro, puede que alguna vaca y sobre todo cerdos. Frente a la vulnerabilidad de la cosecha, la carne era un seguro de vida para un payés alentado por el creciente poder adquisitivo de la ciudad. Las granjas de gorrinos se amontonaron en un abrir y cerrar de ojos sin control administrativo. Allá donde antes había una hectárea de trigo, ahora se levantaba una pared de ladrillos, a veces un refugio, para el engorde de cerdos.

De la agricultura familiar se pasó a un ganadería tan intensiva que el campo ya no se abonaba con estiércol, sino que se convirtió en un vertedero de purines. La concentración de marranos llegó a ser tal que derivó en un proceso industrial y, como tal, susceptible de ser regulado. El dinero rápido y fácil y, como consecuencia, la aglomeración de cochinos favorecieron las epidemias y facilitaron la creación de una nueva clase social en Osona, 'la aristocarnia', como la llama Miquel Macià en el libro La Catalunya catalana. Víctimas del mercado y de la peste, los pequeños ganaderos irían cediendo paulatinamente ante los empresarios de la carne, hasta el punto de que la mitad de la comarca quedó prácticamente dividida entre integradores e integrados. Y así está la cosa.

Los integrados son mayoritariamente los que salen en los periódicos y en la televisión, y se les conoce por el nombre de la casa en que se ha detectado la peste. Ponen la mano de obra, a veces incluso la granja y el terreno para la mierda, y cobran una cantidad por cada puerco que engordan. Los integradores, en cambio, procuran no ser vistos y sin embargo normalmente participan de principio a fin en el proceso de producción. A decir de los integrados, a los integradores les pertenecen tanto los cerdos como el pienso que comen, como a veces el matadero donde los sacrifican y la industria de transformación de la carne, un poder suficiente para ir absorbiendo a los ganaderos independientes, incapaces de resistir procesos de selección tan devastadores como las sacudidas de los precios o la declaración de la peste porcina clásica.

Maldita peste, siempre tan cíclica, que va y viene por el Eix Transversal, desde Lleida a Girona, pasando por Vic, sin saber de dónde viene ni adónde va. Ganaderos, transportistas, constructores, carniceros, cuantos viven del cerdo, todos a una, como Fuenteovejuna, proclaman: 'Acabemos primero con la peste y después ya buscaremos a los responsables'. Ocurre que cuando no hay peste aparecen los purines, y no hay tiempo para dar con quienes mercadean con la carne o con la mierda.

Le toca ahora a la peste y, por lo que parece, la cosa es más seria que otras veces, pues el virus, a caballo de la nieve y de la niebla, ha ido saltando de explotación en explotación. Más de medio millón de cerdos están inmovilizados, los sindicatos han dejado de ejercer de gestorías para pedir soluciones que esponjen la cabaña y la gente se ha puesto muy nerviosa. Hay reproches entre productores, aparecieron pintadas contra una empresa de pienso que ha tenido que dar explicaciones, un par de mataderos están bajo sospecha por degollar fuera de tiempo y contra las normas sanitarias, y el Departamento de Agricultura, Ganaderia y Pesca de la Generalitat igual ejerce de acusador que de acusado,

Nadie sabe decir cómo ha llegado la epidemia. Unos dicen que si la culpa es de unos lechones importados del extranjero, otros insisten en la contaminación de los purines, los hay que murmuran o difaman, y también se cuenta de gente que mira hacia otro lado o recuerda que la peste no tiene consecuencias para la salud humana. ¿Y por qué no se vacuna entonces a los cerdos? La Unión Europea lo prohíbe de acuerdo con una política que, según ciertos sectores, se supone vinculada a estrategias comerciales. La vacuna marca el virus y, al parecer, trae más cuenta o es preferible sacrificar a los gorrinos e indemnizar a sus amos, un proceso que no todos los afectados resisten, por no hablar ya de los cuidadores, desocupados y sin sueldo durante un largo tiempo.

Detectar la peste es una cuestión delicada y a veces incluso se oculta, y como prueba, el espectador se remite al acelerado tráfico de cerdos hacia el matadero que se observa previamente a la declaración de la epidemia y la inmovilización de los animales, aun cuando hoy hay expedientes abiertos para averiguar si se sacrifica ganado incluso cuando las normas sanitarias lo prohíben. El control puede resultar quimérico de tantas manos por las que pasa el marrano, y el riesgo de que la peste se expanda aumenta en cada viaje. Hay afectados que responsabilizan a la Generalitat de permisividad, de actuar en complicidad con las industrias cárnicas o, cuando menos, de dejar hacer antes de tomar medidas. Y el consejero Josep Grau no sólo ha acusado a los ganaderos de no ser celosos con el transporte, sino que les ha amenazado con exigir una tarjeta individualizada de identificación para cada puerco.

La Administración se siente engañada por los ganaderos, que desde 1987 asumen el control de los movimientos de cerdos, avalado por sus veterinarios. No es extraño, pues, que advierta de que volverá a intervenir en el proceso, más allá de la presencia de sus técnicos en los mataderos, para certificar la salud del gorrino y de las inspecciones de rigor. El descontrol se ha extendido incluso a explotaciones de círculo cerrado, donde se sigue el proceso vital del cerdo desde su nacimiento hasta su muerte, y por tanto más impermeables a la peste que las de círculo abierto, en las que se distingue entre madres, lechones y engorde, distribuidos entre distintas granjas.

El marco parece a veces tan permisivo que desde hace un tiempo se especula con que los ganaderos holandeses, cuya cabaña está aún más superpoblada, adquieren terrenos en Cataluña y desarrollan sus propias explotaciones porque el proceso de producción y control es más barato, sobre todo ecológico. Y es que los purines van y vienen tan incontrolados como la peste, incapaces de ser absorbidos por una tierra cada vez más podrida, insuficiente ante tanto excremento. Eliminar la mierda se ha convertido en un proceso tan oscuro y rentable como el de la carne, así que es mejor arrendar un campo a un granjero que plantar trigo.

Hoy ya no toca a un cerdo por familia, sino que se cuentan ocho y medio por persona. Hasta 40.000 llevan ya sacrificados en Osona con lo de la peste en un proceso industrializado y falto de afecto. Más que cuidadores, ahora se impone mano de obra barata que opere sin miramientos. La matanza está permitida para el consumo familiar. No se consiente, en cambio, como espectáculo público destinado a la comercialización. Hoy los cerdos que mayor dolor causan ya no son los que se desangran de madrugada en el banco, sino los que mueren acribillados a balazos a la luz del día. La longaniza de Vic ya está reconocida como la mejor de Europa, así que quien sigue matando el cochino en casa es porque quiere. Yo, de todas maneras, cada invierno me asomo al balcón de casa y le confieso a mi madre: 'Carolina, por una vez, el cerdo se les ha escapado y no saben cómo atraparlo'.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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