Tres regularidades de la historia política argentina
Es muy difícil dar cuenta de lo que ocurre en la Argentina desde hace unas semanas: demasiados acontecimientos políticos juntos, demasiado graves en su mayoría. Por ello mismo, tal vez sea conveniente dar unos pasos atrás y mirar la pintura de estos hechos desde lejos, tratando de encontrar algún sentido frente a lo que parece mera confusión. Motivado por aquella propuesta, quisiera proponer algún orden para tales sucesos, a través de una lectura de la historia política argentina. Me interesa, ante todo, llamar la atención sobre tres regularidades que se han presentado en estos casi doscientos años de historia independiente del país.
En primer lugar, conviene decir que la historia argentina nos habla de una severa dificultad de los regímenes liberal-democráticos para consolidarse políticamente. Por regímenes liberal-democráticos entiendo aquí, simplemente, a aquellos que proclaman, ante todo, el respeto de los derechos individuales y las reglas procedimentales de la democracia (más allá del éxito o fracaso final que obtengan en la consolidación de sus propuestas). Desde los primeros gobiernos patrios pudo advertirse esta tendencia, cuando los sectores más preocupados por establecer un sistema equilibrado de poderes fueron desplazados prontamente por otros que proponían ya sea una salida monárquica, ya sea una salida militar-autoritaria frente a la crisis de la independencia. La misma se reafirmó a mediados del siglo XIX, cuando los grupos más liberales dejaron (ellos mismos) de lado los formalismos democráticos para alentar prácticas de fraude electoral y desconocimiento de la voluntad popular. Dicha tendencia, finalmente, volvió a darse repetidas veces en el siglo XX, cuando varios gobiernos orientados por principios liberales fueron liquidados más o menos prontamente por grupos de tendencia más conservadora/autoritaria. El Gobierno de De la Rúa (que también llegó al poder identificado con la promesa de restablecer el respeto de las reglas básicas de la democracia) cayó en buena medida por la propia torpeza de sus principales figuras. Sin embargo, también es cierto que en dicha caída se observó la sombra de aquel sino: una práctica persistente que parece tornar imposible la resolución de los problemas sociales más urgentes a través de los canales institucionales existentes. Lo dicho hasta aquí genera algunas preocupantes dudas sobre los acontecimientos por venir: no es obvio, podría decirse, que en los próximos tiempos se consolide un Gobierno liberal-democrático, al menos si no median algunos cambios importantes en las fuerzas internas y externas que se coaligan para dar forma a la vida política argentina.
En segundo lugar (y en estrecha vinculación con lo dicho hasta aquí), la historia política argentina nos enseña que las crisis distributivas más graves se resuelven, comúnmente, de modo violento y en favor de los grupos sociales mejor posicionados. En los momentos de expansión (de 1880 a principios del siglo XX, por ejemplo), o en aquellos en donde ingresan suficientes divisas (como ocurrió durante el primer Gobierno peronista), las clases altas pueden aceptar, aún, la pérdida del control último de las decisiones políticas (tal como ocurriera con el primer Gobierno del peronismo). Lo que interesa más, sin embargo, es conocer qué es lo que ocurre en las épocas de 'bajamar', en momentos de crisis distributivas fuertes. Aquí, lo que se advierte es el carácter impiadoso de los grupos más ricos: en estos casos parece no haber acuerdo social posible, la lucha se muestra como una de 'todo o nada'. Repetidamente, en el siglo XIX, estos conflictos se resolvieron de modo violento, y enfrentaron a los intereses portuarios con las fuerzas del 'interior' del país. Habitualmente, fueron los sectores del puerto los que ganaron -de un modo u otro- tales disputas, siempre sangrientas. En el siglo XX, la grave crisis del 30 se resolvió con el primer golpe de Estado del siglo (contra el Gobierno del radical Yrigoyen), que fueron seguidos por unos quince años de dictadura militar. Del mismo modo, la crisis social que nació luego de la mitad del siglo tuvo una primera salida autoritaria en el año 66 (la dictadura que encabezó el general Onganía) y una segunda en el año 76 (la dictadura que encabezó el general Videla). De aproximadamente siete años de duración cada una de ellas, las dictaduras dejaron a su paso no sólo numerosas muertes, sino también una estructura económica social nueva, profundamente desigualitaria. Estos antecedentes no nos prometen nada nuevo para los tiempos por venir: nuevamente nos encontramos frente a una situación de crisis distributiva grave, con sectores que tiran cada uno de su lado, sobre una manta cada vez más corta y deshecha. La pregunta es si, esta vez, podrá haber una salida pacífica del conflicto distributivo existente.
La tercera cuestión que querría mencionar tiene que ver con los partidos de izquierda y los grupos más radicalizados de la sociedad. Ante todo, debereía decirse al respecto que en la Argentina nunca hubo un Gobierno de izquierdas. Por supuesto, no es fácil definir qué es un Gobierno de izquierda, pero, por el momento, me contentaría con señalar que la afirmación realizada se mantiene bajo cualquier definición más o menos sensata del término. Por otro lado, señalaría que en la historia de Argentina hubo, sí, en cambio, numerosos grupos radicalizados (esto es, grupos de accionar político violento), que ejercieron su fuerza en nombre de una mayor justicia social. En relación con estos grupos, que aparecieron fundamentalmente en el siglo XX, corresponde decir que, en numerosos casos, ellos fueron violentamente desplazados por las 'fuerzas del orden', a la vez que utilizados, muchas veces, como excusa para justificar la llegada de grupos autoritarios. Este tipo de finales, siempre descorazonadores, se dieron desde principios de siglo con los primeros grupos anarquistas; se repitieron a mediados del siglo XX con los grupos más 'guevaristas', y luego, otra vez en los años setenta, con los sectores guerrilleros, eliminados por la perversa última dictadura. Estas breves notas pueden ayudarnos a formular un (tal vez apresurado) pronóstico y a presentar una última reflexión. El pronóstico es que difícilmente, y a pesar de las expectativas de algunos, la actual crisis desemboque -en un plazo breve o mediano- en la alternativa de un Gobierno más o menos progresista. Ello, a pesar de la gravedad de la crisis social actual y la extendida consciencia social sobre la misma. La reflexión, mientras tanto, se vincula con los actuales grupos que se encuentran ejerciendo la violencia en la actualidad argentina: no sería sorprendente saber, en algún momento, que, montados sobre el hambre que existe en el país, y el genuino enojo que existe en parte de la juventud, haya grupos que alimenten estos comportamientos violentos con el fin de separar a dos sectores sociales que hoy, coyunturalmente, protestan frente a las mismas figuras políticas: los grupos más pobres y la clase media. Si se fractura esa coyuntural alianza se podría legitimar lo que hoy -todavía- muchos no ven como legítimo: una salida autoritaria frente a la crisis social existente.
Por supuesto, ningún país es prisionero de su propia historia. Sin embargo, como dijera el escritor Eduardo Galeano, la historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás. Esperemos que los años por venir nos muestren que todavía es posible encontrar salidas justificables frente a todos, aun cuando se trate -como hoy- de dar solución a los conflictos sociales más graves que todavía nos separan.
Roberto Gargarella es profesor de Teoría Constitucional y Filosofía Política en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Torcuato di Tella.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.