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El Gobierno de Kabul no logra controlar a los 'señores de la guerra'

Los jefes tribales imponen peajes y actúan al margen de las autoridades provisionales

El Gobierno provisional de Hamid Karzai tardó 24 horas en conocer la noticia: siete líderes talibanes, entre ellos el siniestro mulá Turabi, responsable de miles de atrocidades como ministro de Justicia, fueron puestos en libertad tras entregarse al gobernador de Kandahar, Haji Gul Agha. El desplante del mandatario kandaharí a sus superiores de Kabul -y también a las fuerzas de EE UU desplegadas en la zona- demuestra que Afganistán sigue estando enormemente fragmentado y que la derrota de los talibanes no ha sido suficiente para recomponer la unidad política del país.

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Tres semanas después de tomar posesión, el Gabinete provisional multiétnico formado en Bonn sigue sin controlar por completo Afganistán, y todo indica que tardará mucho tiempo en lograrlo. No hay problemas en el norte del país, donde la alianza formada por tayikos, uzbecos y hazaras mantiene la unidad de acción que les dio la victoria ante los talibanes.

Los mayores obstáculos están en el sur, donde el vacío de poder dejado por los estudiantes radicales islámicos lo han ocupado líderes tribales pastunes que no responden a las órdenes de Kabul. Estos señores de la guerra tienen en muchos casos una agenda muy distinta a la del Gobierno provisional de Karzai y a la de EE UU, cuya prioridad más urgente sigue siendo acabar con los focos de resistencia de Al Qaeda y los talibanes.

La independencia con que actúan estos señores de la guerra ha dificultado enormemente la tarea de capturar a Osama Bin Laden y a los principales dirigentes talibanes. El propio comandante en jefe de las tropas estadounidenses en Afganistán, general Tommy Franks, ha expresado sus sospechas de que algunos líderes tribales hayan aceptado sobornos para dejar en libertad a sus supuestos enemigos. Es el precio que EE UU tiene que pagar por haber utilizado a fuerzas locales, en lugar de a sus propias tropas, para cazar al responsable de los atentados del 11 de septiembre y a quienes le apoyaron. A diferencia de la guerra del Golfo, cuando EE UU efectuó un enorme despliegue militar, Washington tiene sólo 4.000 soldados en Afganistán.

Se sospecha también que algunos líderes tribales han proporcionado información falsa sobre movimientos de talibanes o militantes de Al Qaeda para que la aviación estadounidense bombardease a clanes rivales sin relación con la guerra contra el terrorismo.

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Buena parte de Afganistán sigue controlada por cabecillas paramilitares, a quienes les gusta llamarse comandantes pero que no suelen tener bajo su mando más de medio centenar de hombres. Quien viaje en automóvil por el país, incluso en las zonas controladas por la Alianza del Norte, tendrá que detenerse cada 50 o 100 kilómetros en controles dominados por las fuerzas de un comandante distinto que, con frecuencia, exigen un peaje.

La fragmentación del poder es incluso visible en Kabul, donde los ministerios del Gobierno provisional se han repartido entre los distintos grupos que participaron en las negociaciones de Bonn. En el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, controlado por un hijo del señor de la guerra de Herat, Ismail Jan, los funcionarios, las secretarias, los chóferes y hasta los policías que vigilan la puerta son originarios de la misma provincia. Otro tanto sucede en el Ministerio del Interior o en el de Exteriores, controlados por tayikos del valle del Panshir. La mayoría de los ministros de origen pastún, muchos de ellos miembros de la élite política afgana de los años setenta y exiliados durante largo tiempo en Occidente, viven en un hotel y apenas cuentan con coche o protección para ir al trabajo.

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