¿Quo Vadis?
Corría el año 102 de la era Augusta. Roma extendía su influencia por el orbe conocido de la mano de ilustres patricios procedentes de Hispania. Uno de ellos comandaba las legiones que llevaban la paz hasta los confines del mundo. Otro ponía en vigor una moneda única para todas las provincias del imperio. Y otro, el más ilustre de todos, se sentaba aquel semestre en el mismísimo trono de los césares.
Tan sólo en el confín oeste del imperio, un puñado de irreductibles vascones se aferraba a los tiempos oscuros, convencidos de que los druidas de su tribu poseían una especial virtud para interpretar las leyes telúricas para el bien de todos. Estos druidas, y en especial uno a quien llamaban Lehendakari, compatibilizaban su dedicación a la teodicea con la gestión de los negocios públicos. Lo cual les permitía gozar de la confianza de sus convecinos, más dados a la buena comida que a asuntos trascendentales. Pero sucedió que, con el tiempo, los druidas se dieron a adorar con desmesura a las palabras. Y no a cualquier palabra, sino aquéllas que contuviesen muchas sílabas. Palabras-pancarta como soberanismoa, autodeterminazioa o in-de-pen-den-tzi-a, e incluso más largas todavía. Llegó un día en que abandonaron la gestión de las cosas materiales para dedicarse por entero a administrar sus inacabables palabras, que santificaban en exordios insufribles y revestían de una complejidad fonética creciente.
Entonces, los druidas contraatacaron diciendo que toda la culpa era de Roma
Los druidas telúricos dedicaban a este ritual mucho tiempo y gran esfuerzo. Para el resto de los mortales resultaba en exceso complicado y empezaron a perder la confianza en ellos. Los druidas contraatacaron diciendo que toda la culpa era de Roma. La preservación de los exordios se convirtió, así, en una clara muestra de singularidad política contrapuesta a la vulgar cultura del imperio.
Para comprender el abismo que los separaba de Roma, hay que tener en cuenta que la civilización romana se había erigido sobre la simplificación. En sus inicios, unos ciudadanos ilustrados habían descubierto que la expresión 'Senatus-populus-que-romanorum' podía escribirse de manera más sencilla como 'SPQR'. El tiempo que ahorraban en pronunciarla y escribirla, empezaron a invertirlo en tareas más provechosas, como construir alcantarillas y carreteras. De ese modo, pronto extendieron su cultura política. Las legiones recorrían el mundo tras la enseña SPQR y al verles llegar, las gentes exclamaban ilusionadas: 'Anda, es verdad; mira qué sencillo es todo'. Y compraban móviles a los mercaderes para enviarse unos a otros mensajes cada vez más cortos. Pronto, el tener un nombre corto fue considerado señal de distinción. Por eso pudo llegar a sentarse un hispano en el trono imperial durante todo un semestre. Si en vez de Aznar, su nombre hubiese tenido una sola sílaba, por ejemplo, Bush, hubiese podido llegar fácilmente a emperador.
Algunos senadores de izquierdas defendían a los seguidores de ese extraño culto diciendo que no eran peligrosos, simplemente se ponían muy pesados. Pero el César acabó, sin embargo, recelando, cuando una joven druida de inquietante belleza se presentó en Roma reclamando el control exclusivo y excluyente de todas las palabras mayores de tres sílabas. El insólito desinterés de aquella vascona por la tradicional pelea tributaria, desvelaba una extraña medida del bienestar social cifrada en la superficie de los letreros. Horrorizado ante la idea de verse arrastrado a los oscuros tiempos de la barbarie, el césar ordenó que atasen a la bella a un poste en el centro del Coliseo y le soltaran al temible toro Montoro. Tal es la escena que registró el artista anónimo.
Al enterarse de la suerte de su enviada, el Lehendakari telúrico pensó en abandonar el imperio a su suerte, privando a los romanos del disfrute de sus bellos exordios. Pero hallándose ya en la vía Apia, he aquí que se le apareció el Señor de los Druidas (gran patriarca del soberanismoa) y le dijo: -¿Quo vadis Lehendakari? Acaso no ves que tu destino es sufrir y andar de cabeza hasta alcanzar el sagrado don del martirio?-. A lo que el Lehendakari contestó humillando el rostro: -Perdóname señor por mi flaqueza. Volveré a mi puesto y reclamaré a mis súbditos que paguen tributos al César en cumplimiento de la ley del imperio, al tiempo que yo mismo me negaré a pagarlos en incumplimiento de la misma ley imperial. Así se hará de acuerdo a los principios telúricos tan queridos por las vascas-y-vascos, para cuya difícil comprensión sólo en ti confío, oh Señor-.
Y volviendo sobre sus pasos, cumplió su destino que llevaría, andando el tiempo, a la Edad Media.
Estos acontecimientos sucedieron en Roma durante el semestre Aznar. Y fueron tan importantes que, basándose en ellos, se hizo una película. O mejor varias.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.