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Teoría de la novela

Gustavo Martín Garzo

Nadie que haya leído La Odisea puede olvidar la escena del encuentro entre Nausicaa, la hija de Alcinoo, rey de los feacios, y Odiseo. Nausicaa sueña una noche, por inspiración de Atenea, que debe ir al río a lavar su ropa y la de sus hermanos, y acude a hacerlo a la mañana siguiente en compañía de sus sirvientas. Mientras esperan que se seque la ropa, se entretienen jugando a la pelota. Odiseo, que está dormido tras unos matorrales, se despierta con sus gritos. Su barco ha naufragado a su regreso de la isla de Calipso y han muerto todos sus compañeros. Él mismo ha estado a punto de ahogarse y se ha visto obligado a permanecer varios días flotando a la deriva en el mar, hasta llegar a la isla donde le encuentran Nausicaa y sus sirvientas. Está desnudo y, apenas cubierto con una rama, sale aturdido al encuentro de las muchachas, pero ellas, asustadas por su aspecto terrible, huyen despavoridas al verle. Todas menos Nausicaa, que le socorre y le enseña el camino a la ciudad. Su padre, el rey Alcinoo, le recibe con los honores de un héroe, y esa noche, después del banquete de bienvenida, Odiseo cuenta a los feacios sus aventuras por el mar. Más tarde, conmovidos por su relato, éstos pondrán a su disposición el barco en el que regresará a Ítaca.

La escena está narrada de una forma delicada y realista, que contrasta poderosamente con el furor mitológico que preside gran parte del relato de las aventuras de Odiseo, y sin duda es éste su principal y más inesperado encanto. El encuentro con los lotófagos, el secuestro y posterior huida de Polifemo, el descenso a la Casa de Hades, los amores lujuriosos de la bruja Circe, son algunos de los momentos culminantes de esta historia, que constituye, sin duda, uno de los pilares de la memoria del hombre occidental. Y sin embargo, es la discreta escena de la playa, la que abre las puertas de ese nuevo género que hemos dado en llamar novela. ¿Pero qué aporta al mundo desaforado y fulgurante del mito esta escena de imprevista y alegre cotidianidad? Las virtudes del reconocimiento y de la medida humana, y con ellas la opción misma del relato, que sólo podrá existir en cuanto Nausicaa conduzca al héroe a la ciudad. Es en el interior del palacio donde Odiseo recupera sus verdaderas dimensiones y encuentra esa escucha que sólo el que es semejante a nosotros puede ofrecernos, pues si bien el mundo de la aventura parece exigir la desigualdad, tan propia del mundo del mito, el de la comunicación pide una relación igualitaria, la presencia de un otro semejante a nosotros, que nos ofrezca su atención y su hospitalidad. Odiseo habla, sí, ante iguales, pero su relato remite a ese espacio infinito que se extiende más allá de los límites de la ciudad y donde son las criaturas del mundo del mito las que campan por sus respetos. Esa vacilación entre un ser que viene de fuera y la ciudad que, al acogerlo, hace posible que pueda contar su historia, es la esencia de la novela tal y como nosotros la entendemos, que es un género híbrido, situado por lo tanto en esa frontera en que realidad y sueño, logos y mito se fecundan entre sí. Porque el verdadero tema de La Odisea no será tanto las grandes hazañas del héroe, tomadas en definitiva de otros episodios del mundo del mito, sino el tema de su vuelta a casa. Vuelta que Homero, en un hallazgo de sublime perspicacia, le hace realizar a Odiseo dormido, dando a entender la existencia de un corte, de un salto entre los dos mundos. Un salto que la razón humana no puede dar sin tambalearse. Los feacios llegan a las costas de Ítaca cuando Odiseo está dormido y al depositarle inconsciente en la costa están equiparando el mundo del que procede, y en el que han tenido lugar sus aventuras, con el mundo de los sueños. El sentido de esta extraña escena no puede ser más claro, nos dice que para que Odiseo pueda recuperar su humanidad perdida tiene que renunciar a esa fuerza polivalente, polimorfa, que le equipara a los animales y a las fuerzas de la naturaleza, haciendo de él expresión pura de la voluntad de vivir. Pero también que ese mundo seguirá existiendo en sus sueños. Y que a partir de ahora tendrá que viajar a esos sueños para tomar lo que necesita para seguir alimentando la llama insaciable de la vida. Esa ambivalencia esencial es el corazón de ese arte narrativo que es la novela.

Algo así se nos cuenta en la epopeya de Gilgamesh. Enkidu, el compañero de Gilgamesh, es un salvaje que vive en compañía de los animales. Un día se encuentra con una mujer, y yace con ella. Cuando trata de regresar a su mundo los animales le rehúyen. Es el mismo tránsito que realiza Odiseo, sólo que, al contrario que él, Enkidu abandona ese mundo de mala gana, convencido de que al hacerlo pierde lo mejor de sí mismo. Gracias al impulso socializador del encuentro amoroso, abandona su condición natural e ingresa en el tiempo de la novela. Lo hace de la mano de una mujer, lo que no tiene nada de raro pues no hay nadie más novelero que las mujeres, en cuya naturaleza se da esa alternancia de los mundos, esa ambivalencia esencial que les permite seducir al hombre desnudo y conducirlo a la casa. Es lo que hace Eva, que es el primer personaje de novela de nuestra cultura. Arrastra a su compañero a desafiar la prohibición de su Dios, y ambos son castigados por ello. Podemos imaginar que no le importa gran cosa ese castigo, ni la expulsión consiguiente. Al fin y al cabo, llegó al paraíso demasiado tarde. No quiere esa vida ensimismada, fuera del tiempo, que se reitera eternamente a sí misma, sino decidir por su cuenta y riesgo. Por eso le gustan las manzanas, que es el fruto de la otredad.

Los amantes no se comportan de otra forma. También ellos quieren hartarse de manzanas, que es un fruto doble, que perteneciendo al paraíso a la vez le niega. Es decir que guarda un secreto acerca de su constitución. Adan y Eva lo prueban y son expulsados por ello. Pero su gesto no es un accidente, sino un acto necesario, y encubre una reflexión sobre la naturaleza misma de lo amoroso. O, dicho de otra forma, el amor nos devuelve a ese mundo de la pura voluntad que es el mundo del mito, pero a la vez nos arranca de él. Nos descubre la presencia de mister Hyde, pero se empeña en sentarle en la mesa y en enseñarle a manejar la pala del pescado. Es lo que pasa con el pobre Enkidu, el compañero de Gilgamesh. El amor le aparta de su ser natural, pero a la vez preserva la memoria de ese tiempo. Y de hecho, a partir de ese instante, Enkidu sólo podrá recuperar los deleites y dulces excesos de esa existencia anterior, la que compartió con los animales y las fuerzas de la naturaleza, a través de su encuentro con la mujer amada. Gracias a ese encuentro volverá a correr con las gacelas por las praderas antiguas. Es ésa la radical ambivalencia de lo amoroso, que supone a la vez la fundación de una casa, y el mantenimiento de esos corredores que conducen a esa desmesura situada más allá de los límites de nuestra razón, donde reinan los apetitos y las costumbres más extrañas. Una desmesura que no puede rehuir, pues el amor es una llamada a la totalidad. Es lo que hace que en ese texto absoluto de nuestra cultura, que es El cantar de los cantares, el cuerpo amado se confunda con los ciervos, las ovejas, los higos, esté lleno de mirra, contenga mandrágoras, arroyos, es decir, que sea una metáfora del mundo entero. Pero también es un cuerpo que habla, lleno de palabras. Pues las palabras son el gran don del amor. Y es en un contexto como éste donde debemos situar ese dictamen de Mallarmé en que afirma que el mundo sólo ha podido ser concebido para transformarse en un hermoso libro. Nadie sabe esto mejor que los amantes, que necesitan el encuentro en el bosque, las carreras por las praderas y los reinos sumergidos, pero también la fundación de una casa, ese reino de la domesticidad que debe escribirse letra a letra, línea a línea, como los novelistas saben que deben escribirse los libros. Ya que la novela es la épica de esa escritura doméstica.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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