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La crisis del Museo del Prado

La autora afirma que la crisis del Prado, aquejado de graves males estructurales, sigue abierta, y reclama un amplio debate sobre el modelo de museo

Hace unos días, el prestigioso diario Frankfurter Allgemeine Zeitung describía el Museo del Prado como un gran enfermo, una institución aquejada de muchos males y escenario de situaciones pintorescas. Entre estas últimas, con el estupor con que los centroeuropeos contemplan algunos de nuestros comportamientos, el corresponsal del periódico alemán incluía las vicisitudes que han acompañado al reciente cambio en la dirección de la pinacoteca. Pues pintoresco es el episodio de los despachos; como también lo son los argumentos posteriores del presidente del Patronato del Museo, justificando la dimisión del director en la presunta pérdida de una confianza que él no es quien para dar o quitar. Finalmente, el desenlace del nombramiento del nuevo director, en el que, por enésima vez, la debilidad del ministerio ha quedado en evidencia, se presenta como el fin de una crisis que dista mucho de estar cerrada. Pues, salvo que el señor Zugaza -a quien, por cierto, hay que recordarle que las condiciones de su contrato en una institución como el Prado sí son de interés público- tenga poderes taumatúrgicos, difícilmente su incorporación al museo podrá solucionar los males que le aquejan.

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Unos males que son sobre todo estructurales, y que si no nacieron entonces, se vieron agravados en 1996 con la decisión del Partido Popular de cambiar la relación de poderes que existía en el museo. En ese año, para limitar la capacidad de acción de determinadas personas, se eliminaron figuras importantes en el funcionamiento de cualquier museo, como la del subdirector, y se recortaron drásticamente las atribuciones del director, que pasaron a manos de la Comisión Permanente del Patronato, órgano colegiado incapaz por naturaleza de gestionar la vida diaria de la institución. El tiempo habría de demostrar que el nuevo diseño, además de no solucionar los problemas tradicionales del museo, venía a agravarlos.

Ante esta evidencia, el presidente del Patronato optó por abrir un proceso de cambio, que comenzó con el encargo de un informe a una consultora generalista y que se concretaría en el borrador de un proyecto de ley, que implicaba el cambio de la naturaleza jurídica de la institución. Fuimos muchos entonces los que denunciamos la bajísima calidad del informe de la consultora, y los peligros que se escondían en el proyecto de ley: confusión en los objetivos de una institución cultural, riesgos de mercantilización o de convertir las obras de arte en rehenes indefensos de espurios intereses, importación acrítica de un modelo de museo a la americana en un entorno muy diferente por historia y cultura política, etcétera. Incluso, desde el seno de la propia Administración -en concreto, por sendos informes de los ministerios de Hacienda y Administraciones Públicas- se negó la necesidad de cambiar el actual marco legal del museo.

En vísperas de las vacaciones estivales, el Gobierno anunció su decisión de paralizar el acelerado proceso de cambio impuesto por el Patronato, para poder abrir el debate social que muchos propugnábamos. Sin embargo, a la vuelta del verano, tan juiciosa declaración de intenciones se vería negada por los hechos: ante el ofrecimiento de los socialistas de establecer plataformas para el diálogo, de nuevo, el Ministerio de Cultura se inhibía, o mostraba su impotencia frente a las decisiones unilaterales de un Patronato que asumía constantemente funciones que no le competían.

De esta forma, se llega al reciente capítulo de la dimisión de Fernando Checa y el nombramiento de un nuevo director, al que, según parece, se le ofrecen unas condiciones contractuales muy especiales. Sin que nada sustancial haya cambiado -salvo el perfil del director, que ya no es un científico, sino un gestor cultural-, mientras los auténticos responsables de la situación que sufre el museo continúan en sus puestos, se nos anuncia ahora la apertura de una fase prometedora para la institución. A la vista de los antecedentes, tan desmedido optimismo sólo puede ser fruto de una preocupante ignorancia, del deseo de ocultar el auténtico objetivo de la operación, o, tal vez, de ambas cosas. Pues, difícilmente el nuevo director va a poder asumir plenos poderes ejecutivos, según ha manifestado, ya que legalmente carece de ellos; a no ser que por 'ejecutivo' se entienda la ejecución automática de las órdenes del Patronato.

La crisis del Museo del Prado sigue, pues, abierta, y seguirá estándolo hasta que los responsables comprendan que sus males no se maquillan destituyendo a directores, y que las soluciones pasan por la apertura de un amplio debate sobre el modelo de museo que nuestra sociedad precisa. En este sentido, frente a los que, instalados en un discurso que se autodefine de posmoderno, propugnan la no intromisión de los poderes públicos en el ámbito cultural, habrá que recordar que el Prado es un museo público y que, como tal, debe ser un instrumento de política cultural. Una política cuyas líneas maestras han de definir las instancias democráticas y no un grupo de notables. Algo en lo que no parece creer el Partido Popular, que en los últimos tiempos ha generado una inflación de sociedades estatales y patronatos con plenos poderes, como el que se dibuja para el Prado: taifas creadas bajo la coartada de una hipotética eficacia, y que revelan una profunda desconfianza en lo público.

Los recientes acontecimientos en el Prado son un claro síntoma de esta tendencia. Por ello, es preciso afirmar que todos deseamos un museo más moderno y abierto a la sociedad, mejor gestionado y en el que las estructuras administrativas sean acordes con la dimensión y calidad de sus fondos. Pero no podemos estar de acuerdo con la adopción de modelos ajenos -cuyo objetivo es el consumidor y no el ciudadano-, ni con el ensayo de extraños inventos, concebidos por aficionados. Las decisiones que se están tomando sobre la estructura jurídica de nuestra principal pinacoteca afectan también al papel que queremos reservar a las instituciones culturales más representativas del Estado: Archivos, Biblioteca Nacional y Museos Nacionales, organismos que, por ser depositarios de una historia y una cultura común, dependen directamente de la Administración del Estado, y debe ser éste el que garantice su futuro y el cumplimiento de sus funciones sociales. No es posible, por tanto, que la política de Estado en materia cultural dependa del modelo que articule en solitario la Comisión Permanente del Museo Nacional del Prado, mientras el Ministerio de Cultura mira para otro lado. Ante esta situación, los socialistas seguimos reclamando diálogo y consenso, y no aceptaríamos que se invocaran ahora antiguos pactos para legitimar actuaciones en las que no ha habido ni diálogo ni consenso.Hace unos días, el prestigioso diario Frankfurter Allgemeine Zeitung describía el Museo del Prado como un gran enfermo, una institución aquejada de muchos males y escenario de situaciones pintorescas. Entre estas últimas, con el estupor con que los centroeuropeos contemplan algunos de nuestros comportamientos, el corresponsal del periódico alemán incluía las vicisitudes que han acompañado al reciente cambio en la dirección de la pinacoteca. Pues pintoresco es el episodio de los despachos; como también lo son los argumentos posteriores del presidente del Patronato del Museo, justificando la dimisión del director en la presunta pérdida de una confianza que él no es quien para dar o quitar. Finalmente, el desenlace del nombramiento del nuevo director, en el que, por enésima vez, la debilidad del ministerio ha quedado en evidencia, se presenta como el fin de una crisis que dista mucho de estar cerrada. Pues, salvo que el señor Zugaza -a quien, por cierto, hay que recordarle que las condiciones de su contrato en una institución como el Prado sí son de interés público- tenga poderes taumatúrgicos, difícilmente su incorporación al museo podrá solucionar los males que le aquejan.

Unos males que son sobre todo estructurales, y que si no nacieron entonces, se vieron agravados en 1996 con la decisión del Partido Popular de cambiar la relación de poderes que existía en el museo. En ese año, para limitar la capacidad de acción de determinadas personas, se eliminaron figuras importantes en el funcionamiento de cualquier museo, como la del subdirector, y se recortaron drásticamente las atribuciones del director, que pasaron a manos de la Comisión Permanente del Patronato, órgano colegiado incapaz por naturaleza de gestionar la vida diaria de la institución. El tiempo habría de demostrar que el nuevo diseño, además de no solucionar los problemas tradicionales del museo, venía a agravarlos.

Ante esta evidencia, el presidente del Patronato optó por abrir un proceso de cambio, que comenzó con el encargo de un informe a una consultora generalista y que se concretaría en el borrador de un proyecto de ley, que implicaba el cambio de la naturaleza jurídica de la institución. Fuimos muchos entonces los que denunciamos la bajísima calidad del informe de la consultora, y los peligros que se escondían en el proyecto de ley: confusión en los objetivos de una institución cultural, riesgos de mercantilización o de convertir las obras de arte en rehenes indefensos de espurios intereses, importación acrítica de un modelo de museo a la americana en un entorno muy diferente por historia y cultura política, etcétera. Incluso, desde el seno de la propia Administración -en concreto, por sendos informes de los ministerios de Hacienda y Administraciones Públicas- se negó la necesidad de cambiar el actual marco legal del museo.

En vísperas de las vacaciones estivales, el Gobierno anunció su decisión de paralizar el acelerado proceso de cambio impuesto por el Patronato, para poder abrir el debate social que muchos propugnábamos. Sin embargo, a la vuelta del verano, tan juiciosa declaración de intenciones se vería negada por los hechos: ante el ofrecimiento de los socialistas de establecer plataformas para el diálogo, de nuevo, el Ministerio de Cultura se inhibía, o mostraba su impotencia frente a las decisiones unilaterales de un Patronato que asumía constantemente funciones que no le competían.

De esta forma, se llega al reciente capítulo de la dimisión de Fernando Checa y el nombramiento de un nuevo director, al que, según parece, se le ofrecen unas condiciones contractuales muy especiales. Sin que nada sustancial haya cambiado -salvo el perfil del director, que ya no es un científico, sino un gestor cultural-, mientras los auténticos responsables de la situación que sufre el museo continúan en sus puestos, se nos anuncia ahora la apertura de una fase prometedora para la institución. A la vista de los antecedentes, tan desmedido optimismo sólo puede ser fruto de una preocupante ignorancia, del deseo de ocultar el auténtico objetivo de la operación, o, tal vez, de ambas cosas. Pues, difícilmente el nuevo director va a poder asumir plenos poderes ejecutivos, según ha manifestado, ya que legalmente carece de ellos; a no ser que por 'ejecutivo' se entienda la ejecución automática de las órdenes del Patronato.

La crisis del Museo del Prado sigue, pues, abierta, y seguirá estándolo hasta que los responsables comprendan que sus males no se maquillan destituyendo a directores, y que las soluciones pasan por la apertura de un amplio debate sobre el modelo de museo que nuestra sociedad precisa. En este sentido, frente a los que, instalados en un discurso que se autodefine de posmoderno, propugnan la no intromisión de los poderes públicos en el ámbito cultural, habrá que recordar que el Prado es un museo público y que, como tal, debe ser un instrumento de política cultural. Una política cuyas líneas maestras han de definir las instancias democráticas y no un grupo de notables. Algo en lo que no parece creer el Partido Popular, que en los últimos tiempos ha generado una inflación de sociedades estatales y patronatos con plenos poderes, como el que se dibuja para el Prado: taifas creadas bajo la coartada de una hipotética eficacia, y que revelan una profunda desconfianza en lo público.

Los recientes acontecimientos en el Prado son un claro síntoma de esta tendencia. Por ello, es preciso afirmar que todos deseamos un museo más moderno y abierto a la sociedad, mejor gestionado y en el que las estructuras administrativas sean acordes con la dimensión y calidad de sus fondos. Pero no podemos estar de acuerdo con la adopción de modelos ajenos -cuyo objetivo es el consumidor y no el ciudadano-, ni con el ensayo de extraños inventos, concebidos por aficionados. Las decisiones que se están tomando sobre la estructura jurídica de nuestra principal pinacoteca afectan también al papel que queremos reservar a las instituciones culturales más representativas del Estado: Archivos, Biblioteca Nacional y Museos Nacionales, organismos que, por ser depositarios de una historia y una cultura común, dependen directamente de la Administración del Estado, y debe ser éste el que garantice su futuro y el cumplimiento de sus funciones sociales. No es posible, por tanto, que la política de Estado en materia cultural dependa del modelo que articule en solitario la Comisión Permanente del Museo Nacional del Prado, mientras el Ministerio de Cultura mira para otro lado. Ante esta situación, los socialistas seguimos reclamando diálogo y consenso, y no aceptaríamos que se invocaran ahora antiguos pactos para legitimar actuaciones en las que no ha habido ni diálogo ni consenso.

Carme Chacón es secretaria de Educación, Universidad, Cultura e Investigación del PSOE.

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