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Columna
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Novelas locas

'Hoy día casi no hay más que escritores; lectores apenas quedan. ¿Se ha preguntado alguna vez, señor general, cuántos libros se imprimen cada año? Si mal no recuerdo, me parece que pasan de cien los publicados solamente en Alemania. Y más de mil revistas se fundan al año. Todo el mundo escribe; cada uno se sirve a su antojo de los pensamientos como si fueran suyos; nadie piensa en la responsabilidad del conjunto. Desde que la Iglesia ha perdido su influencia, ya no hay autoridad en nuestro caos. No hay modelos ni ideas culturales. En tales circunstancias es natural que sentimientos y moral anden a la deriva y que el hombre más firme comience a tambalearse'. Éste es un diagnóstico que ni pintado para el comienzo del siglo que vivimos. Quizá hubiera que sustituir la palabra Iglesia por algo más amplio: código de valores, espíritu... pero, salvo ese detalle, el comentario es perfectamente abarcador y se aplica con toda precisión a nuestra cultura, a nuestros modelos sociales e incluso a la industria editorial española. Pero -lo que son las cosas- este comentario no lo ha hecho hoy ninguno de nosotros; son palabras de un millonario prusiano, filósofo y economista llamado Arnheim, un personaje de relevancia en la novela de Robert Musil El hombre sin atributos, novela que se considera uno de los mitos literarios del siglo XX y quién sabe si no lo será en realidad del siglo XXI -no por la actual oportunidad de este texto, claro, sino por su alcance literario-.

No hay época que no se considere el epicentro de una crisis sustancial, al menos desde el siglo XVIII. En los años veinte del siglo pasado, si no recuerdo mal, Virginia Woolf confesaba a T. S. Eliot en una carta la convicción de pertenecer al club de los últimos seres cultos sobre la tierra antes del caos que arrasara con todos los valores hasta entonces entendidos como culturales. Y es que desde que la muerte del ancien régime a manos del orden burgués dio origen a la cultura de masas, ésta se ha convertido en un fantasma que recorre el mundo en general -con la inestimable ayuda de los tour operators- y el del mercado de la cultura y el ocio en particular, que se ha visto inundado por una marea de novelas locas. La situación es, pues, reversiva: ahora parece que no se trata de ahondar en las posibilidades de la literatura -y,más en concreto, de la novela- sino que el bálsamo para la crisis es convertir en literatura productos de imitación que recurren a los mismos tópicos y a la misma concepción papanatas de la narración como el relato de un suceso curioso. La diferencia con la actitud de la Woolf es que el mercado pretende convertir sus resultados en doctrina y, de este modo, usurpar la función del pensamiento crítico.

El mundo de la cultura de masas es capaz de convertir todo en moneda corriente, incluso las crisis. Por el contrario, la novela es un género que está verdaderamente en crisis porque existen novelistas que, como Musil, se plantean problemas que afectan a las fronteras de la narrativa. Lo que sí puede suceder es que se confunda una crisis con un encharcamiento. En el charco del contar historias (eufemismo por historias que entienda todo el mundo) chapotean un conjunto de chapuzas que se disponen no a integrar sus cosas -o lo que sean- en la literatura sino, dando un paso adelante en su descaro, a apropiarse del concepto de literatura para sus propios bodrios. Y lo peor es que se trata de un movimiento infeccioso que, si se extiende, afectará por igual a autores y lectores. La crisis de las novelas locas es una enfermedad no literaria que, sin embargo, puede acabar por alejar a mucho lector de la Literatura. Consolémonos pensando que los verdaderos problemas literarios se reproducen dentro de los más vivos espíritus, no de los oportunistas. Y aquéllos sí que se plantean cuestiones de crisis literarias, pero ni infectan el medio ni tratan de usurpar el lugar de nadie. Todo lo contrario. Para ellos el cambio -como para Godard un travelling- es una cuestión de moral. Por eso sigue en pie la gran literatura, porque es una permanente cuestión de crisis.

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