Crispación creciente
La obstinación del Gobierno con el viaje de Zapatero a Marruecos es una fiel expresión de la manera de entender la democracia que tiene José María Aznar. El primer ministro no parece soportar que alguien que no sea él tenga una iniciativa política. Éste es el delito del secretario general socialista: haber avanzado un paso que Aznar no estaba dispuesto a dar. Se puede pensar que el viaje del líder del PSOE ha sido un acierto o un error, pero es ridículo como estilo y absurdo como estrategia convertirlo en acontecimiento excepcional. Más absurdo es todavía que, en vez de capitalizar sus efectos, el Gobierno concentre todos sus esfuerzos en impedir cualquier cosa que pueda ser sentida por los ciudadanos como un éxito del líder socialista. Sólo así se puede interpretar que cuando Marruecos dice que está pensando en el regreso del embajador a España, el ministro de Exteriores se permita bromas y desprecios sobre esta figura.
La arrogancia del presidente del Gobierno ha convertido lo que debían ser las plácidas aguas de la mayoría absoluta en el retorno de la crispación. Y este talante se ha trasladado al resto del Gabinete. Sólo por ese factor de emulación presidencial se puede entender, por ejemplo, que Cristóbal Montoro estuviera a punto de provocar en el Senado un altercado acerca de la forma de Estado -monarquía o república- por su abusiva contestación al portavoz de Esquerra Republicana de Catalunya. En la primera legislatura popular, su agresividad y su tendencia al uso arbitrista del poder se atribuyeron a la necesidad de consolidarse y al pánico de que su paso por el poder fuera efímero. Pero en la segunda, con mayoría absoluta, el autoritarismo y la falta de diálogo se han agravado, como lo demuestran el debate clandestino de la Ley de Acompañamiento de los Presupuestos (cajón de sastre utilizado para marginar al Parlamento) y de Universidades, con la enemiga de prácticamente toda la comunidad interesada.
Lo que debería ser el viaje ordenado de Aznar hacia su retirada voluntaria se ha convertido en un agrio periodo político, en el que el PP olvida con frecuencia que es el partido del Gobierno y que su misión no es hacer oposición a la oposición. Dos factores han contribuido poderosamente a la subida de tensión: Gescartera y el monolitismo del PP. El caso Gescartera ha producido una doble pérdida en los populares: la virginidad y la imagen de modernidad. Ya nadie puede decir que el PP y la corrupción son incompatibles, como se han cansado de repetir sus portavoces, sabedores de que una mentira mil veces repetida deviene en verdad oficial. La mezcla de ese conjunto de agentes de la España eterna (sacerdotes, militares, fuerzas de seguridad, aristócratas y ventajistas) que ha sido Gescartera rompe la imagen de modernidad que Aznar y el PP querían dar de sí mismos.
Gescartera ha sido el punto de arranque de la crispación actual. Y en un partido monolítico, la tensión que se transmite desde arriba explota inmediatamente hacia fuera. Este ambiente ha pillado al PSOE de Zapatero sometido a cierta presión de su propio entorno, que le acusa de falta de agresividad. Desentrenados por el estilo de su secretario general, cuando los socialistas quieren demostrar contundencia parlamentaria lo hacen con la patosidad del que no sabe. Así se crean absurdos bucles con los dos lados del hemiciclo pateando y con el PP sacando todavía a estas alturas los agravios que en la anterior etapa de crispación les llevaron al poder.
A medida que avance una legislatura en la que se manifestarán además los problemas relacionados con el enfriamiento económico, la tensión sucesoria en el PP crecerá y la agresividad del PSOE lógicamente también. Parece ilusorio hacer una llamada a la contención. Los populares siguen creyendo que la crispación les favorece. Y se agarrarán a ella en todas las dificultades. No parecen ser pocas las que se les avecinan.
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