Por fin, la aventura
Mi declaración no es imparcial. Soy el clásico adicto al Señor de los anillos. Desde los doce años lo leo cada año. Lo tengo en mi mesita de noche, y cuando no lo leo, huelo sus páginas, las humedezco con mis lágrimas, me froto mis carnes tolendas con los lomos de sus tres volúmenes.
Son éstas, por tanto, las palabras de un loco, y no quiero que las tengan demasiado en cuenta. Os diré que el otro día me colé en un pase de prensa porque no soportaba la angustia de no ver la película, de esperar como un espectador más al estreno. Utilicé mis sucias influencias, conseguí un par de entradas y me colé disfrazado de arbusto.
Acurrucado tras la butaca, presencié el espectáculo, oculto en la última fila, con mi mujer, agarrados de la mano. No paré de llorar en toda la película... Por fin, amigos, por fin la aventura. La emoción, la ilusión, el terror, la leyenda. Es sencillamente acojonante. La película va en serio, la han hecho en serio, de verdad, creyéndosela.
No os aburriré con lo acertado de la adaptación, con la soberbia puesta en escena, con el derroche de talento e imaginación, que no desmerece en absoluto todo lo soñado e imaginado durante años. No. Sólo quiero hablaros de la emoción de la aventura, de la épica, de la fuerza brutal de la historia, de un grupo de amigos imposibles dispuestos a luchar contra sí mismos, contra la sed de poder que nos abruma y nos corrompe.
Ah, Sauron, maravilloso y demencial, enorme, despedazando enemigos con el movimiento de su brazo colosal... La muerte de Boromir, tan bella, legendaria, en los brazos de Aragorn. Dios, cuando Gandalf, mi Gandalf querido, desaparece engullido por los abismos de Minas Tirith, arrastrado por el Gran Dios Balrog... ¡¡Huid, insensatos!! Cuántas veces he soñado ese momento en mi recalentada cabeza. La aventura, la lealtad, la amistad de los héroes. La lucha por la dignidad, algo tan dificil, tan lejano para todos nosotros, bestias que sobrevivimos en un mundo ordinario, donde reina el que más engaña, donde lo vulgar triunfa, donde nos reímos del que sueña porque nos da pena, el pobre.
Reivindico aquí la lucha por recuperar la infancia, citando a Savater y su magnífico libro; reivindico la fuerza de la verdad. Gracias a Peter Jackson he vivido en otro mundo, he alucinado con el viaje. Lo de Harry Potter, que seguro que es simpática, se me antoja una anécdota navideña. Esto va más allá.
Sólo puedo hablar de mis películas preferidas, de El hombre que pudo reinar, de Los vikingos, de mis amigos, los héroes. ¿Quién podía imaginar que el adolescente enloquecido que rodó Mal gusto nos regalaría esta obra de arte?
Gracias, amigo Jackson, por entregarnos tres horas alucinantes de espectáculo puro. De acuerdo, excesiva vehemencia, demasiada entrega. ¿Y qué? No me hagan caso, exagero, me paso, me sobro, me dejo llevar por la emoción. Y doy gracias a Dios por ello, porque esa tontería de dejarme llevar, de no poner peros, de verla con inocencia, me permite disfrutar de esta formidable película.
Álex de la Iglesia es director de cine.
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