Brook y Mamet
Hace unos días, en Valencia, Peter Brook recibió un premio en una iglesia sin culto. La iglesia, magníficamente restaurada, forma parte del conjunto del antiguo monasterio de San Miguel de los Reyes, una joya guardada por los siglos (a pesar de los hombres, que la abandonaron, la olvidaron, la hicieron cárcel y campo abierto) para nosotros, que hoy la podemos ver en su realidad: uno de los más hermosos edificios del Renacimiento español. Peter Brook, que es un hombre pequeño y pulido, joven de voz y gesto a sus 76 años, subió al altar, quiero decir, al estrado de tablas levantado sobre el crucero del templo, y recibió el Premio Mundial de las Artes que nadie, excepto el ignoramus, le negaría. Y me acordé de su teatro parisino de Bouffes du Nord, que tiene una bonita planta redonda y algo sacro en su desaliño. El propio Brook ha contado con gracia en el libro Más allá del espacio vacío cómo su colaboradora Micheline Rozan le habló de este local abandonado detrás de la Estación del Norte de París, y el amor repentino que le entró al director inglés al verlo, amor que nunca ha querido, en los treinta años que dura la relación, adornar cosméticamente; ahora ya no se pegan los asientos al culo del público, ni caen del techo trozos de escayola cuando el aplauso atruena, como sucedía al principio, pero la madera te duele en las carnes al cabo de una hora de espectáculo, y dan frío las piedras desnudas. Igual que en la iglesia de Valencia la noche del sábado. Brook tuvo que ponerse el abrigo después de su breve discurso de agradecimiento. Fueron unas palabras claras, sentimentales, directas. Sin retórica ni orgullo. Como sus funciones. Al contrario que el escritor o el pintor o incluso el actor, el director de teatro no podría crear nada en una isla desierta. Su arte es de los otros. Y con el paso de los años, dijo Brook, ya no confía en acudir al ensayo con unas ideas previas que los actores y demás integrantes del montaje deberían desarrollar; ahora es el desarrollo en común de un texto y una visión lo que busca. Brook era en 1970 un príncipe, o quizá el príncipe reinante en la escena británica. Tenía todos los medios de la Royal Shakespeare Company y del Covent Garden, todos los premios, todas las admiraciones. Y se hizo monje. Del calor de los focos de Stratford o el West End pasó a la pobreza destartalada de Bouffes du Nord. Frente a la soberbia y refinadísima insularidad del teatro inglés, la vocación viajera y periférica de sus grandes espectáculos mezclados de lenguas, razas, tradiciones. Coincidiendo con el acto de entrega del premio valenciano, tuve ocasión de leer el breve libro de David Mamet Los tres usos del cuchillo, recién aparecido en la excelente colección Artes Escénicas, de Alba Editorial, la misma que en su día publicó los libros de Peter Brook. No se parecen nada ni son siquiera de la misma generación o estética estos dos hombres de teatro y cine, Mamet y Brook. Pero yo me acordé de Brook cuando Mamet, en lo que parecen unas conferencias muy informales sobre la naturaleza y función del teatro, dice que 'una televisión que permite 'elegir' entre setecientos canales no es libertad, sino coacción. El aparato que hemos creado exige que lo veamos. No hay NADA que no sea capaz de hacer para atraer vuestra atención', gime. El autor norteamericano tiene mucho renombre y gana fortunas escribiendo guiones de encargo para Hollywood, aunque luego también sabe retirarse a sus pequeños cuarteles de invierno teatrales o hacer películas fuera del 'gran dinero'. La gran dificultad (a veces con final de tragedia) del artista que quiere moverse en el cine o el teatro es mantener esa voluntad de crear ansiedad -el término es de Mamet- en el público, huyendo tanto de la grandilocuencia que aspira a apabullarnos como de la burda solidaridad emotiva que hoy pasa por teatro o cine comprometido. La dificultad del desafío no impide que al artista de la talla de Brook se le dé un reconocimiento especial. Como escribe Mamet: 'A algunos hombres y mujeres (no más listos que ustedes y que yo) cuyo arte puede proporcionar un deleite se les dispensa de ir por el agua o por la leña'. O incluso, aunque no ejerzan el sacerdocio, reciban con abrigo en una antigua iglesia un Oscar más pequeño y más bonito que el célebre.
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