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Plácido Domingo borda 'Otelo' en Milán

Quince minutos de aplausos sellan el triunfo del tenor español y el de Riccardo Muti en La Scala

El entusiasmo se prolongó en la platea, en los palcos y hasta en las loggias pobladas de exigentes aficionados, durante quince minutos de aplausos frenéticos, acompañados de zapateos entusiastas, mientras iban subiendo al escenario todos los artífices del éxito. Además de los cantantes, del maestro Muti, del director Graham Vick, del escenógrafo Ezio Frigerio, de la responsable del vestuario Franca Squarciapino y del coro, subió la orquesta en pleno, los maquinistas y los iluminadores, mientras de los palcos caía una lluvia de rosas blancas, en una especie de orgía de congratulaciones.

Buena parte de esos aplausos eran para Plácido Domingo. Con 40 años de carrera a las espaldas, a punto de cumplir los 61 años de edad, Domingo tiene ya un sitio de excepción en la historia de la lírica que no necesita de nuevas reválidas. Aun así aceptó el desafío de volver a La Scala con un papel enormemente difícil como el de Otelo, ansioso, seguramente, de figurar en una noche histórica. Si alguien dudaba que la voz del tenor, cada vez más baja de tono con los años, pudiera aguantar la prueba, tuvo la confirmación de que así sería nada más entrar en escena Domingo y entonar el Esultate. El dúo del beso con Desdémona, por ejemplo, demostró en ese primer acto el dominio absoluto de la escena y esa inteligencia interpretativa que le reconocen todos los expertos, empezando por el británico Julien Budden, el que ha estudiado más a fondo la obra de Verdi. Cierto que se trataba de su interpretación número 211 de Otelo, pero el tenor no vaciló ni siquiera un instante.

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Una Desdémona sensual

A su lado, Bárbara Frittolli compuso una Desdémona llena de sensualidad, que se fue creciendo poco a poco hasta la bellísima aria del cuarto acto. Leo Nucci superó la prueba del Credo, una parte del Otello que algunos críticos consideran uno de los momentos peores de la pieza, y la orquesta poderosa de La Scala lo envolvió todo con una sonoridad potente que se hacía a veces demasiado presente, demostrando que la penúltima ópera de Verdi, basada en el popular drama de William Shakespeare, tiene una entidad musical superior a los recitados de los cantantes. El regreso al primitivo diapasón señalado por Verdi apenas se notó, aunque dio un tono ligeramente más oscuro a la pieza.

Los temores sobre supuestos excesos escenográficos del director Graham Vick desaparecieron apenas se alzó el telón. La historia se desarrolla en un austero espacio redondo, decorado con arcos de estilo bizantino que recordaba vagamente algún rincón del Duomo de Venecia, que se abre y se cierra para dar paso a la nave en medio de la tempestad, en el primer acto, a un jardín doméstico en el segundo (donde cae al suelo el fazzoletto de Desdémona), a la sala donde se consuma el engaño de Yago en el tercer acto y al dormitorio de Desdémona, donde concluye la tragedia, en el cuarto acto.

El director británico potenció la intensidad del drama de Shakespeare sobre el melodrama de Arrigo Boito. Y este cambio se dejó sentir hasta en los más pequeños detalles. Domingo apareció en escena con el rostro lígeramente maquillado de oscuro, y no como el rey Baltasar. Una presencia imponente la suya, cubierto con la capa roja adamascada diseñada por Franca Squarciapino. El vestuario ecléctico de la gran diseñadora, como las escenas pintadas por su marido, Ezio Frigerio, situaban la historia en una Venecia bizantina, próxima a veces, como en la llegada de los embajadores en el cuarto acto, a la escenografía de La conjura de los Boyardos.

Todo encajó a la perfección, como las piezas de un mecano delicadísimo sin espacio para personalismos exagerados, que hubieran puesto en peligro la armonía y el tono oscuro de una obra a menudo demasiado fragorosa. El único aspecto discutible fue la longitud exagerada de los tres descansos, que sumaron en total más de una hora y media de tiempo muerto.

En La Scala, y en noche inaugural, ese tiempo es necesario también para el desfile inevitable de personajes de la farándula, políticos más o menos polémicos, damas cuajadas de brillantes, maquilladas como si fueran a subirse al escenario ellas también, vestidas con exagerada complacencia en el lujo y el detalle.

La más elegante, sin embargo, era una diminuta y madura señora japonesa que vestía un quimono antiguo de color blanco. Pero el teatro, adornados los palcos con ramilletes de rosas blancas, repleto y reluciente como un ascua, era un espectáculo en sí mismo.

Y es que La Scala echa el telón después de esta noche memorable, aunque quedan aún siete representaciones en este templo de la lírica mundial.

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