La mundialización simbólica
El ataque a las Torres Gemelas no ha supuesto, a pesar de las apocalípticas proclamas que ha generado, una ruptura geopolítica radical, sino una advertencia trágica, aunque banal: Estados Unidos es también mortal. Anuncio a caballo del terrorismo, compañero de la vida pública del siglo XX, sobre todo en su segunda mitad, pero que el 11 de septiembre se ha constituido en componente mayor de nuestras sociedades, fragilizando el primado de la técnica y devolviendo a la política su protagonismo. Por lo demás, tiene razón François Heisbourg cuando sostiene, en su libro Hiperterrorismo: 'La Nueva Guerra de los ataques a Nueva York y Washington tienen mucha menos potencia transformadora que la caída del muro de Berlín y de la Unión Soviética'. Su afirmación de que sus principales elementos que determinan los últimos acontecimientos forman parte de un proceso que ya estaba en marcha no es discutible. Recordemos tan sólo que cuando Ramzi Youssef monta en 1993 el primer atentado contra el World Trade Center su propósito era hacer estallar una bomba química para matar a unas 200.000 personas. Una serie de circunstancias, y entre ellas sus diferencias con Osama Bin Laden, el financiero de la operación, limitan el desastre a seis muertos y un millar de heridos. Tampoco cabe decir que el acercamiento de Rusia y China a Estados Unidos sea consecuencia de una reacción solidaria contra la agresión terrorista, ya que se trata de decisiones anteriores motivadas por otras razones y que ahora han aprovechado este soporte para confirmarse. Es ridículo tambien descubrir ahora el riesgo que supone la posible utilización de armas bacteriológicas y químicas después de la agresión de la secta Aom con gas sarin en el metro de Tokio, de la lucha contra el incontrolable contrabando de material nuclear, en los años noventa, y del enfrentamiento de EE UU, incluso militar, con algunos países árabes a los que ha acusado de fabricar este tipo de armas. El lamentable espectáculo de la V conferencia sobre fabricación y venta de armas biológicas, que está teniendo lugar estos días en Ginebra, en la que 143 países han ratificado la Convención de 1972, mientras EE UU sigue negándose a que se establezca ningún sistema de vigilancia internacional, contradice todas sus declaraciones antiterroristas.
Estamos, pues, en una época de terrorismo de masa de alto nivel tecnológico puesto al servicio de los designos criminales de motivación étnica, económica, religiosa o política. Ya en los readers de Luigi Bonanate y de Martha Crenshaw se subrayaba la dimensión simbólica de las prácticas terroristas en las sociedades mediáticas de masa. Los símbolos del terror y del contraterror (la seguridad) tienen en nuestro mundo, acuclillado y posmoderno, una absoluta capacidad de persuasión. La mundialización de la información, con las grandes agencias occidentales y CNN imponiendo por doquier la representación americana del mundo, produce una supremacía mediática insoportable en los países del Sur. Porque, como dice Dominique Wolton, no se pueden mundializar los públicos que son distintos según áreas y culturas. Ni se puede ni es compatible con el credo democrático de la diversidad que defendemos. Baudrillard afirma que toda estructura de dominación mundial alberga su antidispositivo destructor y produce de forma automática la reversión autodisolutoria de su propio poder, por lo que la pulsión de muerte -la propia y la de los demás- responsable de la explosión de las Torres Gemelas es indisociable de la existencia de un poder hegemónico total que niega sus propios valores al reducir el mundo a su realidad y a la de su imagen. Ir más allá de ese autismo suicida es condición inexcusable de nuestra supervivencia. Para ello necesitamos que la globalización simbólica sea plural. No la norteamericana aldea global de McLuhan, sino millones de aldeas reales y distintas, globalmente accesibles y presentes.
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