Nuestros ángeles mortales
Cuando mi amigo Mikel ha salido esta mañana del portal de su casa hacia el Juzgado, alguien le estaba observando a distancia. Las manos en los bolsillos del chaquetón, la mirada trazando una lenta panorámica sin detenerse mucho en ningún punto.
Más allá otra figura, ésta de mujer, el bolso en bandolera sobre el pecho, las manos a la espalda, contempla inmóvil la misma escena. Horas más tarde, al concluir la jornada, ese hombre y esa mujer volvían a estar allí.
En las películas de Win Wenders El cielo sobre Berlín (1987) y Tan cerca, tan lejos (1993), unos cuantos personajes de similar apariencia a los descritos, vienen observando a los humanos desde lejos. Sólo observan. No sienten ni dolor ni alegría por las pasiones y miserias que contemplan, aunque no llegan a percibir con claridad los intensos colores de la vida ni el rechazable olor de la muerte. Son testigos. Algunos, por pudor, los llaman inmateriales, invisibles o inmortales. Se ocupan de los humanos, pero nunca se implican en sus causas. Sin embargo, a veces pueden sentir algo, tentaciones.
'Los ángeles, incluso mueren con nosotros. Entonces sí que advertimos su necesaria presencia'
La tentación de un ángel es siempre la de intervenir. Aunque esa tentación se desdobla en dos, como los dos sentidos que pueden emprenderse en un mismo camino. A uno apunta la tentación de la mezcla; al otro, la de la pureza. Hoy sólo tengo valor para hablar de la primera. La tentación de mezclarse, de impregnarse de lo humano, tan cercano y no obstante, tan lejano. La tentación de sentir el propio peso. O simplemente, de sentir. Aunque yo creo que un ángel empieza a convertirse en humano cuando siente compasión por esos otros seres patéticos que somos, porque a partir de ese instante ya no puede seguir flotando entre nubes y empieza a caer, muy lentamente, atraído por efecto de esa insoslayable gravidez del ser.
El ángel caído se hace daño, sobre todo, si al caer tropieza en una piedra. Entonces, lo primero que ven sus ojos al abrirse, es el rojo vivo de su propia sangre.
Y se siente tan fascinado por ese color desconocido que, en ocasiones, hasta su vestimenta se vuelve roja. O siente primero el frescor de la hierba húmeda y entonces descubre ante todo el verde. O el tostado de la tierra o el azul profundo de los lagos. En cualquier caso, al levantarse, vacilante, del suelo, se descubre a sí mismo frágil. Y mortal. Permanecerá un tiempo con nosotros como periodista o policía. Ocupaciones no tan alejadas de la que tuvo en el pasado. Aunque no por mucho tiempo, pues su fragilidad sobrevenida es aún mayor que la nuestra.
Y es que, mientras ellos velan por nosotros ¿quién vela por ellos? Nadie. Tampoco quienes derrocharán palabras hipócritas en sus funerales. No es un oficio agradecido. Estaban acostumbrados a permanecer invisibles entre la gente que se cruza con ellos. Saben de siempre que la indiferencia de la multitud, a la vez que les permite llevar una vida discreta, les precipita a una doliente soledad. Han observado que los seres humanos suelen volverse invisibles unos para otros; y no sólo cuando arrecia la intolerancia en los tiempos bárbaros.
Por eso, cuando al cabo de su corta estancia en este mundo les llega la hora del regreso, nadie les negará dos deseos: uno, recuperar el hermoso rostro que tuvieron, sin agujeros de bala o de metralla; dos, conservar el color que impregnó sus vidas de sentido.
Alguna vez, incluso mueren con nosotros. Entonces sí que advertimos su presencia. Es cuando, por primera vez les vemos acercar su rostro al nuestro hasta rozarlo, como debió Jorge inclinarse sobre Fernando en el instante después, y ayudarle a levantarse para empezar a recorrer, juntos, el camino de vuelta.
También Ana Isabel y Javier van de regreso en estos días. Atraviesan una niebla espesa y luminosa, hasta el lugar donde toda espesura al fin se aclara -la lichtung, el claro, que Heidegger nos descubrió- en que les están, sin duda, aguardando otras personas que llegaron antes. De dos, en especial, conocen bien sus nombres, son Irene y José Ángel. Les han reconocido primero por el verde que han conservado de su paso por la tierra. Ahora los cuatro, rojas y verdes figuras en la blanca niebla, se funden en un abrazo y creo que van a permanecer así abrazados toda una eternidad, componiendo en el más allá una ikurriña que los mortales ya no nos merecemos. Tan lejos de nosotros y tan cerca.
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