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Tribuna:LOS SUCESIVOS FRACASOS DE LA AGENCIA DE INTELIGENCIA
Tribuna
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La CIA y la sociedad abierta

El ataque fue inesperado, brutalmente veloz, y 'nos sobresaltó como una gigantesca bola de fuego discordante en la oscura noche de nuestra falsa seguridad'. Eso fue lo que escribió el diplomático estadounidense David Bruce cuando rememoraba el ataque a Pearl Harbor del 7 de diciembre de 1941. Su espantoso recuerdo cobró vida de nuevo en septiembre, cuando las torres del World Trade Center se vieron envueltas en llamas para sostener sus contornos en el aire durante unos pocos segundos después de que su estructura física se hubiera derrumbado. La comparación entre ambos sucesos que hicieron los comentaristas adquirió un impacto obvio e inmediato: ambas agresiones eran de tal magnitud que se grabaron en la conciencia nacional y sacudieron al país de su inocencia cultural (en Estados Unidos, la inocencia cultural se puede perder, luego recuperar y después perder de nuevo: lo cual plantea la pregunta de cuántas veces puede ser virgen una virgen).

Pero Pearl Harbor dejó otra herencia, otro extraño eco. Sólo unos meses antes del ataque aéreo japonés, el presidente Roosevelt se había quejado de que 'los informes desperdigados que llegaban a su despacho eran desalentadoramente confusos'. Pearl Harbor iba a pagar los costes de esta dolorosa y evidente confusión. 'Nos sentimos traicionados', dijo David Bruce, 'y ciertamente lo fuimos. Nos traicionó el fracaso de nuestros servicios de inteligencia'.

Durante las dos décadas anteriores de aislacionismo, los recursos de Estados Unidos para recabar y analizar información acerca de los gobiernos y los ejércitos de otros países habían disminuido. La 'inteligencia' como tal estaba en manos de departamentos militares que contaban con sus propios y reducidos focos de atención. A pesar de los esfuerzos individuales para convertir el Servicio de Exteriores del Departamento de Estado (State Department Foreign Service) en un recurso eficaz de la inteligencia política, hacía ya mucho tiempo que los diplomáticos habían regresado a su estilo habitual, según el cual daban jabón a los ministros y demás embajadores extranjeros y se imaginaban que todos ellos les dirían todo lo que valía la pena saber. (George Kenan, un funcionario emergente del Servicio de Exteriores que trabajaba en Berlín cuando estalló la guerra, había pasado muchas horas con el conde Helmut von Moltke y con otras personas de su entorno, y se dio cuenta de que había descubierto el origen de una organización clandestina antinazi. 'Me guardé el secreto para mí solo', escribió Kenan años más tarde, 'porque no conocía ninguna organización que me pareciera digna de confianza que pudiera hacer un uso discreto y constructivo de él').

Una consecuencia directa de Pearl Harbor -para evitar específicamente que se repitiera- fue la creación de una agencia central de inteligencia. William Donovan fue el arquitecto y director de la llamada Oficina de Estudios Estratégicos (OSS, Office of Strategic Services). Se le conocía como 'Bill el Salvaje' (apodo que se había ganado por su bravura durante la Primera Guerra Mundial, en la que estuvo al mando del 69º Regimiento de Nueva York: 'los valientes irlandeses'). Donovan recalcaba que la primera preocupación de Estados Unidos debería ser la defensa contra enemigos extranjeros. La consigna no era 'salir en una cruzada moral' por el extranjero, declaró su ayudante (y futuro director de la CIA) Allen Dulles, sino 'limpiar el mundo de bandoleros'; ésta no era una causa quijotesca, sino la necesaria protección contra la impunidad internacional.

En tiempo de guerra, la Oficina de Servicios Estratégicos cumplió bien su cometido, y a finales de 1944, y a petición del presidente Roosevelt, William Donovan remitió a aquél un informe secreto en el que esbozaba la creación de un servicio de inteligencia permanente. Proponía una acción decidida que transformara la OSS en un 'servicio central de inteligencia' que informara directamente al presidente. La OSS contaba con 'el personal entrenado y especializado necesario para esta labor', afirmaba Donovan, y 'no se debería dilapidar este talento'. El informe fue filtrado por el incansable enemigo de la OSS: el director del FBI, Edgar J. Hoover. Su treta tuvo éxito. A ello siguió una airada protesta del Congreso y de la Casa Blanca, que ordenó que se pospusiera todo el asunto. Pero, a principios de abril de 1945, Roosevelt decidió resucitar la propuesta de Donovan. Una semana más tarde, el presidente murió. Su sucesor, Harry Truman, no quiso tener nada que ver con una 'Gestapo para tiempos de paz', y el 20 de septiembre de 1945 dictó una orden ejecutiva para disolver la OSS.

Después de una intensa campaña de presión por parte de William Donovan y de los sofisticados chicos de la Ivy League que habían estado a su servicio durante las actividades de tiempos de guerra, Truman finalmente cedió y creó el Grupo Central de Inteligencia (Central Intelligence Group) el 22 de enero de 1946. Tras un comienzo titubeante, éste se reconvirtió en la Agencia Central de Inteligencia en julio de 1947. Como su nombre indica, la 'inteligencia' estaba llamada a ser la función básica -el alfa y el omega, el brazo y el cerebro- de la agencia. En ella, la División de Inteligencia era, y todavía es, responsable de recopilar, analizar y evaluar la información procedente de todas las fuentes, así como de elaborar informes diarios o periódicos sobre cualquier país, persona o situación para el presidente y para el Consejo de Seguridad Nacional, el comité de rango más alto que asesora al presidente sobre política exterior y de defensa (el Consejo de Seguridad Nacional es como otro gabinete, con la salvedad de que no se ocupa casi en absoluto de cuestiones de ámbito nacional). Todo tipo de información -militar, política, económica, científica o industrial- es buen grano para el molino de esta división. Siguiendo un criterio geográfico, está estructurada en departamentos en los que trabajan residentes de los respectivos países, entre los que se encuentran especialistas en casi todas las profesiones y disciplinas.

Pero ¿qué inteligencia ha demostrado al cabo de los años este supracampus universitario? En junio de 1950, fuerzas comunistas del Norte invadieron Corea del Sur. La CIA no consiguió obtener anticipadamente ninguna noticia de esta agresión. Más recientemente, tampoco consiguió alertar del secuestro y destrucción del vuelo 103 de la Pan Am que fueestrellado contra Lockerbie, ni de los ataques a las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania. Quizá ha estado demasiado ocupada instalando una sucesión de regímenes militares represores liderados por neonazis (Grecia, 1949), monárquicos ultraderechistas (Irán, 1953), dictadores con escuadrones de la muerte (Guatemala, 1954) o profalangistas (Líbano, 1959), al tiempo que también apoyaba decididamente regímenes racistas tales como el Gobierno de Sudáfrica (recientes revelaciones demuestran que fue la CIA la primera que entregó a Nelson Mandela a la policía sudafricana para que lo encarcelara); por no hablar del entrenamiento y aprovisionamiento de al menos algunos de los terroristas que hoy son sospechosos de estos desastrosos ataques contra territorio estadounidense. Adicionalmente, e infringiendo sus propios estatutos, que le prohíben ejercer actividades en territorio nacional, espió y hostigó a decenas de miles de ciudadanos estadounidenses. En 1963, Harry Truman, cuya Administración había fundado la CIA, dijo que 'veía algo en el modo en que había estado operando la CIA que arrojaba cierta sombra sobre algunas conquistas históricas, y creo que tenemos que corregirlo'.

Magullada por las sucesivas evidencias de sus espectaculares fracasos y desorientada por el final de la guerra fría para cuya lucha inicialmente había sido creada -y cuyo desenlace tampoco consiguió predecir-, la CIA ha luchado por mantener su credibilidad en el Congreso (al que tradicionalmente ha negado la mayoría de sus actividades; en ese proceso, el arte de la mentira elevando a nuevas cotas). Un funcionario de la agencia se quejaba en una ocasión de que, 'al igual que Dorothy Parker y las cosas que decía, la CIA obtiene reconocimiento o acusaciones tanto por lo que hace como por muchas cosas que ni siquiera ha pensado hacer'. Deberían rodar cabezas en los niveles más altos del incompetente establishment de la inteligencia de Estados Unidos por todo aquello en lo que no consiguió pensar (y esto también vale para el celoso hermano mayor de la CIA: el FBI). Pero sería un error creer que el futuro de los servicios de inteligencia de Estados Unidos yace enterrado bajo los escombros del World Trade Center. Como ya hemos visto, este suceso realza la bondades de la CIA en lugar de debilitarla. Podemos imaginar el optimismo (y la culpabilidad) íntimo que sienten muchos de sus funcionarios en activo, ya que si alguna vez se abrió un juicio público para renovar la inversión política y financiera en esta institución, hoy día contará con una poderosa defensa. Cuando hablamos de cómo los ataques terroristas han puesto en peligro a la sociedad abierta deberíamos tener todo esto en mente.

Cuando en una sesión informativa del Pentágono, poco después del ataque, le preguntaron a Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de Estados Unidos, si el Gobierno tenía algún pálpito de que se pudiera producir un ataque de tal envergadura contra objetivos estadounidenses, éste respondió lacónicamente: 'No debatimos sobre cuestiones de inteligencia'. Exactamente. Malcolm Muggeridge escribió en The infernal grove que 'el secreto es tan esencial a la inteligencia como las casullas y el incienso a una misa o la oscuridad a una sesión de espiritismo, y se debe mantener a toda costa, con independencia de si sirve o no para algo'. Los civiles estadounidenses -vivos y muertos- han pagado un precio muy alto por el secreto que costean con sus salarios. Si hay que cerrar los postigos de la sociedad abierta, mejor sería que fuera para bien.

Frances Stonor Saunders es autora de La CIA y la guerra fría cultural (Debate, 2001). Traducción de Ricardo García.

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