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Columna
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El pobre de la familia

La Europa social es el pobre de la familia europea. Y no podía ser de otra manera, por cuanto, desde sus inicios, la construcción institucional de Europa se apoya en la economía no ya como soporte principal, sino como ámbito exclusivo de su realización. Todo lo demás -lo político, lo social, lo cultural- serán, en el mejor de los casos, consecuencias sobrevenidas. Comunidad Económica, Mercado Común, Unión Económica y Monetaria son fases de ese proceso que proclaman en su misma denominación su naturaleza y objetivos. La doctrina oficial de la construcción europea hará de esa opción su razón de ser y, con el nombre de funcionalismo, opondrá sus logros a lo que considerará quimeras del proyecto federalista. En cualquier caso, el primado económico monetario, agregado a la absoluta dominación de la ideología liberal conservadora, confirmará el déficit social y lo dotará de una legitimidad que nadie se atreve a impugnar. Los modestos intentos que representan la Carta Comunitaria de Derechos Sociales Fundamentales (1989), el acuerdo entre parteneres sociales (1991) incorporado al Tratado de Maastricht en 1992, el programa del Libro Blanco Crecimiento, competitividad y empleo de 1993, el artículo 2 del Tratado de Amsterdam, y los Títulos VIII y XI del Tratado de Comunidad Europea no consiguen evitar que la dimensión social de la Europa comunitaria sea claramente inferior a la de cualquiera de sus Estados miembros, ni que el modelo europeo de sociedad sea objeto de una programada implosión. Modelo cuyos componentes principales -la economía social de mercado, con sus cuatro grandes submodelos sociales: el anglosajón, el escandinavo, el continental corporatista y el latino- se ven gravemente alterados por el impacto de la cruzada antisocial del tándem Reagan-Thachter.

Con esa debilitada capacidad de intervención, la Unión Europea tendrá que hacer frente a factores tan disruptivos como un paro que en el año 2000 superaba todavía al 9% de la población activa, a una pobreza media ponderada que afecta a más de setenta millones de ciudadanos comunitarios, con un envejecimiento demográfico que en las tres próximas décadas aumentará en 50% el porcentaje de la población mayor de 60 años, y con una ampliación que, contando sólo los candidatos aceptados, supondrá 106 millones de personas más con un nivel de vida inferior en casi el 70% al de la Europa de los Quince.

¿Qué función cumple el euro en un paisaje social tan deprimido? La moneda común europea significará una contribución decisiva a la Europa política en su dimensión simbólica, a la par que un notable reforzamiento de la capacidad económica y financiera de la Unión Europea, pero también la inevitable radicalización de la tendencia desocializadora que acabamos de describir y el recurso sistemático al dumping laboral y al dumping social como instrumentos únicos para ganar en competitividad. Pues respecto del primero, si se quiere efectivamente no perder potencia competitiva, habrá que disminuir el costo de los salarios, único recurso posible, ya que la unificación de la política monetaria impedirá que se pueda apelar a la modificación de los tipos de interés y de cambio que son de la responsabilidad del Banco Central Europeo; y la gestión estricta de los déficit, eje de la política presupuestaria, férreamente encuadrada por el límite del 1,27% del PIB y por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, harán imposible servirse de cualquier manipulación del presupuesto. Por lo que toca al dumping social, si queremos frenar la huida de capitales y de los profesionales más calificados a los países en los que la fiscalización profesional sea más favorable, y si queremos limitar la emigración laboral hacia los países de salarios más elevados y de mayor protección social, es imperativo operar una armonización que funcione como un efectivo federalismo fiscal. Sin ello, el contexto del euro acabará produciendo un dramático caos social. La resistencia a abordar esa problemática y a crear los marcos jurídicos que reclaman los actores de la economía social y, en general, de la sociedad civil -cooperativas, mutuas, asociaciones, fundaciones- es de mal augurio e impone una movilización política de la ciudadanía. Pues, si según los datos de Euroestat, cerca del 50% de los ciudadanos de la Europa comunitaria participan en esa vastísima trama social, es suicida que se les condene a la inexistencia institucional. Remediarlo es cuestión de supervivencia.

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