Salud y competencia
Buena parte del mercado de los medicamentos funciona de espaldas a los mecanismos de la libre competencia. El éxito de una empresa farmacéutica se basa sobre todo en su potencia investigadora, en su rapidez para explotar los nuevos productos mientras están protegidos por una patente, en su capacidad de persuadir a los Gobiernos para que autoricen los nuevos fármacos y, finalmente, en su poder de convencer a los médicos para que los receten. Puede que esta situación no sea la ideal, pero es el precio que pagan nuestras sociedades por haber dejado la práctica totalidad de la investigación farmacológica en manos de la iniciativa privada. ¿Se justifica entonces que la Comisión Europea haya impuesto una multa de 855 millones de euros (142.000 millones de pesetas) a ocho empresas farmacéuticas por haber pervertido la libre competencia pactando en secreto el precio y la cuota de mercado de las vitaminas? La respuesta es un rotundo sí.
Las vitaminas no son exactamente medicamentos. No son producto de ninguna investigación reciente ni están protegidas por patente alguna. Se venden sin receta y rara vez por consejo médico. Se utilizan como aditivos o conservantes en infinidad de preparados alimenticios. Carecen, con pocas excepciones, de funciones sanitarias que no puedan ser sustituidas por una simple dieta equilibrada. Por más que sean fabricadas por los laboratorios farmacéuticos, lo más correcto es considerarlas como un simple producto comercial, en el que Hoffmann-La Roche, Basf y otras multinacionales se han volcado con el objeto de redondear su cuenta de resultados. La colusión de estas empresas para inflar sus precios es una gravísima irregularidad económica y exige el severo trato que le ha aplicado el comisario de la Competencia.
Estas mismas empresas son las que desarrollan los fármacos esenciales para la medicina contemporánea y las que se los venden a sistemas sanitarios públicos con frecuencia exhaustos. Si han violado de forma tan escandalosa las normas en su segmento de mercado más convencional, ¿qué impedirá abusos mayores en el eje de su negocio, donde las reglas de la libre competencia ni siquiera son aplicables? Los reguladores deben estar más atentos, y los negociadores ministeriales, más hábiles. Y todos, unos y otros, deben leer El jardinero fiel, de John Le Carré, una ficción que semeja a veces la realidad.
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