El fin del neoliberalismo
Los atentados terroristas y el peligro de la enfermedad del carbunco plantean una cuestión que no es posible evitar: ¿se ha cumplido ya el breve reinado de la economía? ¿Asistimos a un redescubrimiento del primado de la política? ¿Se ha quebrado en su impulso la marcha triunfal del neoliberalismo, que parecía irresistible?
La irrupción del terror global, en efecto, equivale a un Chernobyl de la economía mundial: igual que allí se enterraban los beneficios de la energía nuclear, aquí se entierran las promesas de salvación del neoliberalismo. Los autores de los mortales atentados suicidas no sólo han demostrado claramente la vulnerabilidad de la civilización occidental, también nos han ofrecido un anticipo del tipo de conflictos a los que puede llevar la mundialización económica. En un mundo de riesgos globales, la consigna del neoliberalismo, que llama a reemplazar la política y el Estado por la economía, se vuelve cada vez menos convincente.
La privatización de la seguridad aérea en Estados Unidos es un símbolo especialmente poderoso. Hasta ahora no se han prestado mucha atención a este hecho, pero la tragedia del 11 de septiembre, en este sentido, es en gran medida un desastre casero. Mejor dicho: la vulnerabilidad de Estados Unidos parece claramente ligada a su filosofía política. Estados Unidos es una nación profundamente neoliberal, poco dispuesta a pagar el precio de la seguridad pública.
Al fin y al cabo, se sabía desde hacía tiempo que Estados Unidos era un posible blanco de los ataques terroristas. Pero, a diferencia de Europa, Estados Unidos ha privatizado la seguridad aérea, encargándola al 'milagro del empleo' que constituyen esos trabajadores a tiempo parcial altamente flexible, cuyo salario, inferior incluso al de los empleados de los restaurantes de comida rápida, gira en torno a los seis dólares por hora. Por tanto, estas funciones de vigilancia, vitales para el sistema de la seguridad civil interna, estaban desempeñadas por personas 'formadas' en sólo unas horas y que por término medio no conservan más de seis meses su trabajo en la seguridad fast food.
Así, la concepción neoliberal que Estados Unidos tiene de sí mismo (por un lado, la tacañería del Estado; por el otro, la trinidad desregulación-liberalización-privatización) explica en parte la vulnerabilidad de Estados Unidos frente al terrorismo. A medida que se impone esta conclusión, la influencia hegemónica que el neoliberalismo había adquirido estos últimos años en las mentes y los comportamientos se desmorona. En este sentido, las imágenes de horror de Nueva York son portadoras de un mensaje que aún no se ha dilucidado: un Estado, un país, se pueden neoliberalizar a muerte.
Los analistas económicos de los grandes diarios del planeta lo saben bien, y juran que lo que era cierto antes del 11 de septiembre no podrá ser falso después. Dicho de otro modo, el modelo neoliberal se impondrá incluso después de los atentados terroristas, porque no hay una solución alternativa a este último. Ahora bien, esto precisamente es falso. Aquí se expresa más bien una ausencia de alternativas en el pensamiento mismo. El neoliberalismo siempre ha sido sospechoso de ser una filosofía de los buenos tiempos, que sólo funciona a condición de que no surjan crisis o conflictos clamorosos. Y de hecho, el imperativo neoliberal viene a decir que el exceso de Estado y el exceso de política -es decir, la mano reguladora de la burocracia- son el origen de problemas mundiales como el paro, la pobreza global o las crisis económicas.
La marcha triunfal del neoliberalismo se basaba en la promesa de que la desregulación de la economía y la mundialización de los mercados resolverían los grandes problemas de la humanidad, que la liberación de los egoísmos permitiría combatir la desigualdad a escala global y velar así por una justicia también global. Más de una vez me he preguntado con angustia quién podría preservarnos del destello en los ojos de nuestros rectificadores de errores neoliberales. Pero la fe de los revolucionarios capitalistas ha terminado por revelarse como una peligrosa ilusión.
En tiempos de crisis, el neoliberalismo se encuentra manifiestamente desprovisto de toda respuesta política. Cuando el hundimiento amenaza o se convierte en un hecho, contentarse con aumentar radicalmente la dosis de la amarga poción económica para corregir los efectos secundarios de la mundialización se basa en una teoría ilusoria cuyo precio vemos bien hoy día.
Por el contrario, la amenaza terrorista recuerda algunas verdades elementales que el triunfo neoliberal había rechazado: una economía mundial separada de la política es ilusoria. Sin Estado y sin servicio público no hay seguridad. Sin impuestos no hay Estado. Sin impuestos no hay educación, no hay política sanitaria accesible, no hay seguridad en el ámbito social. Sin impuestos no hay democracia. Sin opinión pública, sin democracia y sin sociedad civil no hay legitimidad. Y sin legitimidad tampoco hay seguridad. De donde se deriva que a falta de foros o de modalidades que garanticen a escala nacional, pero también, de ahora en adelante, global, una resolución de los conflictos jurídicamente regulada (es decir, reconocida y no violenta), no habrá, a fin de cuentas, ninguna economía mundial, tenga la forma que tenga.
¿Dónde hay que buscar la solución alternativa al neoliberalismo? Desde luego, no en el proteccionismo nacional. Lo que necesitamos es una concepción amplia de la política que esté en condiciones de regular el potencial de crisis y conflictos inherentes a la economía mundial. El impuesto Tobin sobre los flujos de capitales desenfrenados, tal como reivindica un número cada vez mayor de partidos en Europa y en el mundo, no es más que un primer paso programático en esta dirección.
Durante mucho tiempo, al neoliberalismo le ha interesado que la economía se separe del paradigma del Estado-nación y se dé a sí misma reglas transnacionales de funcionamiento. Al mismo tiempo partía del principio de que el Estado seguiría desempeñando el papel de costumbre y conservaría sus fronteras nacionales. Pero, desde los atentados, los Estados han descubierto a su vez la posibilidad y el poder de forjar alianzas transnacionales, aunque, de momento, sólo en el sector de la seguridad interior.
De pronto, el principio antinómico del neoliberalismo, la necesidad del Estado, reaparecía por todas partes, y en su variante hobbesiana más antigua: la garantía de la seguridad. Lo que resultaba impensable hace poco -es decir, una orden de arresto europea exenta de las sacrosantas soberanías nacionales en las cuestiones de derecho y de policía- parecía de repente al alcance de la mano. Y quizá asistamos pronto a convergencias similares con ocasión de las posibles crisis de la economía mundial. Una economía que debe prepararse para nuevas reglas y condiciones de ejercicio. La época del cada uno en su ámbito de excelencia y predilección está ciertamente superada.
La resistencia terrorista a la mundialización ha producido exactamente lo contrario de lo que pretendía e inaugura una nueva era de mundialización de la política y de los Estados: la invención transnacional de la política por la entrada en red y la cooperación. Así se confirma esta ley extraña, que de momento ha pasado desapercibida en la opinión pública, que establece que la resistencia a la mundialización -lo quiera o no- acelera su ritmo. Se trata de comprender esta paradoja; el término mundialización designa un proceso extraño cuya realización avanza sobre dos vías opuestas, tanto si se está a favor como si se está en contra.
Los adversarios de la mundialización hacen algo más que compartir con sus adeptos los medios de comunicación mundiales. Actúan igualmente sobre la base de los derechos mundiales, de los mercados mundiales, de la movilidad mundial y de las redes mundiales. Piensan y se comportan de acuerdo con categorías globales a las que sus actos proporcionan una atención y una publicidad globales. Pensemos, por ejemplo, en la precisión con que los terroristas del 11 de septiembre pusieron en marcha su operación en Nueva York, catástrofe y masacre a las que dio forma una emisión televisiva en directo. Podían contar con el hecho de que la destrucción de la segunda torre con un avión de pasajeros transformado en cohete humano sería retransmitida en directo a todo el mundo por las cámaras de televisión ahora omnipresentes.
¿Hay que considerar, por tanto, que la mundialización es la causa de los ataques terroristas? ¿Se trata, eventualmente, de una respuesta comprensible a la apisonadora neoliberal que, según sus detractores, intenta estirarse hasta el último rincón del planeta? No, eso son necedades. Ninguna mundialización, ninguna idea abstracta, ningún Dios, podrían justificar o excusar estos ataques. La mundialización es un proceso ambivalente que no puede dar marcha atrás. Los Estados más pequeños y más débiles, justamente, renuncian a su política de autarquía nacional y reivindican el acceso a un mercado mundial. ¿Qué se leía en la primera página de un gran diario ucranio con ocasión de la visita oficial del canciller alemán?: 'Perdonamos a los cruzados y esperamos a los inversores...'. Porque, si hay algo peor que ser invadido por los inversores extranjeros es no serlo.
Sin embargo, sigue siendo necesario unir la mundialización económica a una política cosmopolita. En el futuro, la dignidad de los hombres, su identidad cultural, la alteridad del prójimo, deben tomarse más en serio. El 11 de septiembre se abolió la distancia entre el mundo que aprovecha la mundialización y el que se ve amenazado por ella en su dignidad. Ayudar a los excluidos no es sólo una exigencia humanitaria, sino el interés más íntimo de Occidente, la clave de su seguridad interna.
Para secar las fuentes de las que se nutre el odio de millares de seres humanos y de donde surgirán sin cesar nuevos Bin Laden, los riesgos de la mundialización deben hacerse previsibles, y las libertades y los frutos de la mundialización deben distribuirse más equitativamente. Existe un gran peligro de que se produzca exactamente lo contrario, que los torbellinos de peligros imaginados ahora, unidos a las promesas de seguridad de los Estados, desencadenen una espiral de esperanzas que, a fin de cuentas, no podrán sino ser defraudadas.
Con el redescubrimiento del poder de cooperación de los Estados, la amenaza es que se erijan Estados-fortalezas transnacionales, donde tanto la libertad de las democracias como la libertad de los mercados sean sacrificadas en el altar de la seguridad privada. Importará en gran medida que los actores de la economía mundial tomen clara y públicamente posición contra esta evolución demasiado previsible, que vuelvan al dogma de la inutilidad del Estado, y se comprometan a transformar los Estados nacionales en Estados cosmopolitas y abiertos, protegiendo la dignidad de las culturas y las religiones del mundo.
Los grandes grupos industriales, las instituciones supranacionales de regulación económica, las organizaciones no gubernamentales y Naciones Unidas deben unirse con el fin de crear las estructuras estatales y las instituciones que preserven la posibilidad de apertura al mundo, teniendo en cuenta a la vez las diversidades religiosas y nacionales, los derechos fundamentales y la mundialización económica.
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